domingo, 16 de marzo de 2014

Mañana, en la Plaza 28, frente al mar

 Augusto Rubio Acosta

Anoche te soñé, Plaza 28. Me vi deambulando alrededor de tus contornos como un enajenado, intentando hallarme sin querer hacerlo, extendiendo el ‘buenos días’, ‘buenas tardes’, a los transeúntes y conversando -al caer la noche- con Juan Leclere, en el Hotel Pacífico, hace casi cien años. Anoche te soñé y recorrí tus casitas de madera con techo a dos aguas, tus zaguanes y barandas lustrosas donde apoyarse. Anoche temblé en el amplio patio de la escuela del profesor Rosales, porque era 1953, se había elegido como reina de ‘Transición chica’ a mi madre (por entonces de cinco años) y asistíamos alborozados al colorido desfile.
Anoche, Plaza 28, caminamos las tres cuadras que unían nuestra casa en Miramar de tus baldosas maltrechas. Ni siquiera tuvimos que cruzar la Panamericana Norte para instalarnos en el lobby, donde Leclere nos esperaba fumando. ‘Construiremos una plaza, la mejor del puerto para que sea envidia siempre de la Plaza de Armas; construiremos una plaza para mirar decentemente hacia el mar; el que viene es el año de la independencia, el primer centenario debe celebrarse como Dios manda…’
La voz del entonces burgomaestre del puerto se dejaba oír entre el rumor de las olas; al preguntarle por cifras económicas y presupuestos concretos, al interrogarlo por supuestas coimas o sobrevaloraciones durante las obras públicas, su rostro tornose frío y tenso; al terminar el café (un minuto después de nuestra incómoda pregunta), Leclere se marchó y nos dio la mano (le hubiésemos dado un puntapié). No tardamos en parpadear cuando –de pronto– tuvimos delante a Víctor Pérez, su sucesor en el sillón edil y en las obras inconclusas. Era 1922: ‘Será pequeña pero pintoresca, un cuarto de manzana bastará para las familias importantes del puerto que aquí viven; la vista será espléndida desde la esquina de las calles La Aduana y Ferrocarril…’. Por entonces nada hacía presagiar el desborde del río Lacramarca en 1925.
Eran las tres de la madrugada y este cimarrón continuaba soñando. La mayoría de estímulos auditivos (léase el ruido espantoso de los ebrios comprando cervezas en la Bodega López, frente a casa, la más inmunda del sur de la ciudad) se mezclaba con los movimientos musculares lentos de mi cuerpo que indicaban que estaba inmerso en un sueño ligero. Con la construcción de la cancha de tenis, de Dalmau (al oeste de la plaza), recién pudo abrirse paso el sueño profundo. Era 1936 y se empezó a remodelar la manzana N-1 (que en 1945 sería utilizada para levantar sobre ella el Hotel de Turistas).
Anoche te soñé, Plaza 28, le pregunté al alcalde Mauricio López la razón por la cual trasladó tu pileta a la Plazuela de Pescadores en 1947, pero el pobre ni lo recordaba. Lo mismo ocurrió en 1965, cuando a Balcázar Rioja se le ocurrió colocarte aleros en el centro de tu superficie. Pobres… Y pensar que intentaban ingresar de alguna forma (a la fuerza, por la ventana) en la historia.
Como a las cuatro y treinta de la madrugada, el sueño de este cimarrón entró en su fase REM (relajación total y activación del sistema nervioso central: signos de vigilia y estado de alerta). Por un segundo, temí que mi sueño se tornara en pesadilla, cuando me vi asistiendo a la sesión del Concejo Provincial del Santa, el 7 de octubre de 1980. Era el fin: el impresentable burgomaestre del momento y su séquito de lacayos de turno, decidieron cambiarle el nombre a la plaza más emblemática del puerto. ‘Se llamará en adelante Plaza Almirante Grau, en homenaje al ilustre héroe que se inmoló en el Huáscar. Que oficien a Pro Marina para que donen la estatua y organicen un buen almuerzo; ¿mínimo, no?...’
Estaba en eso, cuando de pronto empezó a filtrarse en mi sueño el piar de los avechuchos australianos que habitan la jaula en el patio trasero de casa. Ahí nomás, la bocina del panadero terminó de hacer pedazos el entrañable silencio del alba. Fue imposible entonces soñar los tiempos idos pero cercanos, los mejores recuerdos en esa plaza que es parte inalienable de mi vida. La última vez que fuimos, grabamos entrevistas que nunca publicaremos. El hecho es que nadie podrá apartar de nuestra memoria los días en que aún no había derramado siquiera mi primera lágrima (son tantas, demasiadas desde entonces). En la esquina de la plaza yacía abandonado el triciclo rojo de cuando éramos niños, ahí estaba mi ciudad abandonada, postergada siempre, corrupta hasta las lágrimas. Desde esa misma esquina me pareció ver salir –de la Estación del Ferrocarril– a mis abuelos y a sus hijos en 1947, estoy seguro que los vi dirigirse con sus bártulos a Miramar y asentarse en esta tierra para siempre. Desde entonces se habló siempre del mar en nuestra casa; por las noches –desde mi cama– se podía oír el estruendo de las olas (rumor que hasta ahora me acompaña).
Es tarde, me acostaré intentando retomar el sueño extraviado de la víspera. Que una fuerza mayor me llene mañana el alma. Como un desesperado correré a mirar el mar desde la plaza si es que el océano (ese gran señor de las batallas) me devuelve mis recuerdos, mis brazos extendidos sobre el haz ondulante de las aguas, lo que más necesito. Es tarde, se supone que allá afuera de este búnker (en la calle) continúa de pie el mundo. Si mañana salgo y lo constato, no esperen nada: no podrán decirlo (no estarán más) mis palabras.

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