sábado, 1 de marzo de 2014

De libros y placeres cómplices, rituales, orgásmicos

Augusto Rubio Acosta

Ahora que lo pienso (y recuerdo), pocas han sido las personas que me han obsequiado un libro. Al hablar del libro como obsequio, me refiero a quienes en verdad son conscientes de que el saber ocupa un lugar de primer orden en la vida, a quienes valoran el acumulamiento de títulos en sus anaqueles, a quienes verdaderamente aman las páginas impresas y encuadernadas (sus olores y contenidos), así como el tiempo que les resta (en realidad les suma) a sus vidas. Al hablar del libro como obsequio, no hablo de quienes me alcanzaron uno pensando en la reseña que podría escribir pronto, tampoco de quienes creen otorgarse cierto plus o status social obsequiando algún volumen, esas circunstancias patéticas y absurdas que cada cierto tiempo se han presentado ante nuestros ojos.
Hace unos días me obsequiaron ‘El otro universo’, poemario de Julio Nelson (edición de 1994); pero cuando me lo entregaron, inexplicablemente me dijeron ‘te lo presto’… Un obsequio es un obsequio. En ese sentido, el poemario que hoy disfruto entre manos y del cual daré cuenta en el viejo blog dentro de unos días, constituye un pequeño tesoro, sobre todo porque ha regresado a mi después de largos años de haber sido obsequiado. Anoche, cuando finalizada la jornada cultural a la que asistí me obsequiaron un ejemplar de ‘Marea Nº 17’, entrañable publicación de poesía que dirigí en 2004 y de la cual no conservaba ejemplar alguno, me volví a sentir como cuando me entregaron ‘El otro universo’. Los libros giran, dan vueltas por el mundo; muchas veces uno los escribe y los edita, los echa al viento, los obsequia como testimonio de afecto y cariño, los cree extraviados (u obsequiados) para siempre, pero terminan –de vez en cuando- volviendo a uno.
Y ahora que hablamos de libros, “el mejor viático para nuestro viaje por esta vida”, según Montaigne, nos jode que haya quienes los desechan sin contemplación ni reparo alguno, quienes les cierran las puertas al compartir colectivo, quienes los desalojan de la sala de sus casas por considerarlos anacrónicos, ‘pocos vistosos’, quienes los cachinean con total impunidad, olvidando que el regalo de un libro -además de obsequio- es también un delicado elogio.
La lectura, uno de los placeres más cómplices, rituales y orgásmicos surgidos de la fecunda amistad, se realiza noblemente -y con frecuencia- a través del préstamo de libros. La devolución demora  (como es natural) demasiado, si es que llega a cumplirse. Las relaciones humanas, con un libro de por medio, abren el camino de la amistad, del amor y del conocimiento, otorgándole a sus dueños o posesionarios un destino propio, un estante, un librero.
En el búnker podríamos reunir los libros prestados y expropiados en varios estantes. Son títulos que pertenecieron a amigos cercanos (y lejanos) que el tiempo desterró de manera inmisericorde. Los estantes podrían seguir engordando si añadimos los libros expropiados a diversas bibliotecas públicas y privadas a lo largo de nuestra existencia. De vez en cuando llega alguien cercano a ‘descubrir’ y recordar que alguna vez tuvo tal o cuál libro, ediciones asombrosamente parecidas a las que un día fueron suyas. Las múltiples mudanzas que el suscrito ha experimentado han hecho también su devastador trabajo: hay títulos que nunca volví a ver o encontrar, y no hablo de pocos, sino de miles de libros los que he extraviado para siempre a lo largo del tiempo.
Tener los libros de diversas materias mezclados entre sí en la misma biblioteca, es también una prueba de amor eterno. Los libros se mudan con sus dueños, envejecen con ellos, y hasta les siguen los pasos en sus viajes. La biblioteca propia es una especie de condena irresistible que se comparte con los hijos. Al final, cuando sobreviene la muerte, los estantes poblados de volúmenes se convierten a veces en una carga difícil de llevar para las nuevas generaciones.
El suscrito solo desea –para cuando ya no exista en este mundo- que sus libros (tan viciosamente reunidos, cuidados y depurados cada cierto tiempo) queden en buenas manos. Anhelo que los volúmenes que pude juntar en la vida libresca que he tenido no vayan a parar a ‘El gitano’, a los falsos libreros de la avenida Pardo ni a tanto filisteo que comercializa libros como si se tratara de papas o camotes. Tampoco me gustaría que mi fondo bibliográfico fuese donado a alguna universidad o escuela pública local (las malas experiencias enseñan). En todo caso, lo ideal sería fundar una biblioteca popular en Miramar o algún barrio cercano, hacer llegar los volúmenes duplicados a la pequeña biblioteca instalada en la cárcel, conseguir ‘alguien’ (ojalá alguno de mis pequeños hijos) que continúe apasionadamente esta historia.
Lo más valioso –materialmente hablando- que he podido conseguir en la vida, son mis libros. Si por A o B consideras que puedes hacerte cargo o alguna idea genial te asalta luego de leer estas líneas, envíame un tweet, fonéame al rpm, baja por ‘El carro hundido’ los sábados por la tarde o ven a ‘La resistencia’ para hablar en serio, chilcanos de por medio.

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