lunes, 13 de enero de 2014

Por las tardes, como a las cinco...


                                          Augusto Rubio Acosta

Por las tardes, como a las cinco, cuando las efímeras lluvias del verano cesan después de anegar nuestro pasado, las calles, los tugurios, las avenidas donde alumbran mis olvidos, certezas y utopías, mis dudas y fracasos (en suma, nuestro mejor patrimonio), salgo a caminar sin rumbo, me empapo del sol que a esa hora empieza a declinar en el océano y me pregunto si el poder de mi voz escrita es inaudible o si es capaz de alterar conducta alguna, diccionarios miserables, la última mirada mierdosa siquiera (la que manejan los mediocres, por ejemplo).
Por las tardes, mientras Casuarinas prolonga la siesta, a la hora en que los párvulos pelotean o se embriagan impunemente en el parque, por la avenida Pacífico esquivo la caca de las aves, enumero las nubes de esa parte del cielo, corrijo tildes en los letreros y avisos de los negocios y entidades bancarias, mientras avanzo raudo entre los claxon y los autos de colores chuchumecones, a la hora en que los choferes gramputean, las chicas lindas (ricas y descerebradas) toman taxi hacia ‘El huerto’, y los cojudos de la Policía de Tránsito (como siempre) se rascan las pelotas.
En el camino, casi siempre me cruzo con algún chibolo huevón de Buenos Aires que revisa sus saldos y movimientos bancarios en el cajero automático, ocultando -con la otra mano- su clave secreta. A esa hora, los mugrosos e inefables mototaxis cobran caro (es ‘hora punta’), los fumones abandonan los billares y se internan en la pampa detrás del Argentino (populoso ‘aeropuerto’ de la zona). Mientras avanzo, los recicladores informales alinean desperdicios en los sardineles (arenados e inconclusos), uno que otro borracho regresa somnoliento del anfiteatro del Parque de la Cultura, y profesores desahuciados retornan taciturnos a casa después de ‘discapacitarse’ para el inminente examen de contrato docente.
En Casuarinas, a esa hora, los sarnosos de la Bodega López (la más inmunda del distrito y balnearios) arrojan desperdicios junto al camioncito abandonado por años frente a mi jato. A las cinco, los gatos chuscos se zampan en los patios, los metaleros del barrio acuerdan orgi-tonos, y la fauna de intratables y delincuentes de cuello y corbata que habitan la zona donde vivo se timbran para elucubrar nuevos golpes, para empujarse cremoladas, y para rajar de las hembritas y mosquitas muertas del verano.
Por las tardes, como a las seis, la Plaza Mayor me ve llegar mientras deja de arder el asfalto. A esa hora pienso en lo estúpido que se ve Haya de la Torre desde el ridículo pedestal ubicado en Country (no sé qué espera el vecindario para demolerlo). La tarde aún no ha dicho su última palabra. Ingreso al café de siempre (el de la absurda campanilla para llamar al mozo) y me zampo un irish coffee. Es entonces cuando pienso en Nuevo Chimbote, en mis pequeños hijos y en su futuro, en que todo es fugaz y es viento en esta tierra, en que todo es nada y es río en estas arenas, y en cuándo dejarán de ultrajar al ciudadano sus fronteras, sus alcaldes mediocres con medallas dominicales en el pecho, sus cojudos y mal vestidos serenos, los desconocidos y mayoritariamente inútiles regidores que siempre tuvo; en fin: toda esa fauna incolora e insípida resignada a los avatares de los senderos perdidos.
Por las tardes, como a las cinco, a las seis (ya ni sé qué chucha de hora), miro en dirección del mar y hacia el más lejano río. A veces -como hoy- me embriago a solas con chilcanos mediocres que me sirven hembritas bastante en algodón (para qué, no puedo quejarme); a veces también detengo un colectivo y me voy al centro a dar vueltas, a desandar mis viejas y parias huellas, a terminar el día leyendo un libro en la Plaza 28 de julio, junto a su fresco y cálido silencio.
Por las tardes: luz y tiniebla, el huracán de la vida, estas inútiles palabras.

domingo, 12 de enero de 2014

Dos años sin Marco Cueva



 Augusto Rubio Acosta

El tiempo pasa, la vida y sus imperecederos recuerdos quedan. Una mañana dominical de enero (hace dos calendarios), el poeta Ricardo Ayllón telefoneó a Chiclayo para comunicarnos la partida de uno de los mejores amigos que hemos tenido. Se había ido Marco, había ingresado en la historia, y con Lucy nos abrazamos para llorar amarga y prolongadamente, mientras el pequeño Josemaría dejaba a un lado sus semáforos de cartón y se nos unía a brazo abierto sin comprenderlo todo.
Se había ido Marco y durante el interminable viaje de regreso al puerto, al velatorio en Cipreses, nuestra memoria se sacudía con el recuerdo zigzagueante de los niños enfermos boca arriba en las postas médicas, con las vocecitas de quienes suelen dialogar con los pediatras mientras se les alinea en la jirafa del consultorio para registrar su talla, a nuestras mente volvieron las innumerables jornadas culturales que tuvimos, los libros, revistas y plaquetas que editamos, imágenes polvorientas que se atesoran, reaparecen, que siempre nos acompañan.
Conocí a Marco Cueva los primeros días del nuevo siglo. Nos había presentado Jaime Guzmán, vía telefónica, aduciendo que estaba seguro ‘teníamos mucho de qué hablar’. No se equivocó. Con las semanas y los días, nuestras conversaciones sobre la coyuntura social y la injusticia se hicieron frecuentes. De literatura no hablábamos: la vivíamos, ella fue siempre parte indesligable de nuestra existencia.
Recuerdo a Marco, porque anoche en la reunión de Isla Blanca se acordó volver a honrar su memoria en un acto público a realizarse durante las semanas que siguen; lo recuerdo además al releer ‘Diagnóstico situacional’, su libro póstumo. A mi retina vuelven los días en que atendió a mi pequeña Trilce, en su consultorio, cuando despuntaba el nuevo siglo; las veces que recibió a Josemaría en su propia casa delirando en fiebres tan inexplicables como la vida, la escritura y su partida misma. Han pasado dos años, pero su ejemplo y sus versos continúan guiando a quienes somos conscientes que el cambio cultural es el único camino a la verdad, la justicia, al país distinto y refundado que tanto necesitamos.
Marco Cueva: una vida por los demás. Pasa el tiempo, los años y los libros, pero sus enseñanzas quedan.

domingo, 5 de enero de 2014

Diario de las vidas absurdas que he vidido (III)




Augusto Rubio Acosta
 
28 DE MAYO

Es de noche, he venido ante el mar. Los pájaros indiferentes y azules me han visto vomitar al pie del muelle -hace un instante- el cebiche, el pescado a la marinera que almorcé temprano en el Bertica`s y las botellas de vino que bebí con Camilo, padre de Laura, sombra que durante varios años me persiguió como pistolero a sueldo financiado por algún maléfico poder encargado de liquidarme.
Laura nunca me quiso, ahora lo sé. Me utilizó todo el tiempo. Lo único que le importó fue revolcarse conmigo las veces que quiso en la cama, experimentar posiciones y fórmulas sexuales nunca antes concebidas para mí, solo deseaba que me suba una y otra vez sobre ella, que mis muslos ajusten sus caderas y pueda tirar con desenfreno de sus cabellos mientras la penetraba repetidamente hasta desfallecer; insaciable, así fue siempre conmigo. De qué mierda sirvió todo el amor que le di, de qué chucha esta vida entregada por completo a alguien que nunca valoró mis sentimientos. Y yo como un huevón fotografiándola ante el mar de Pimentel, escribiendo cojudeces, versitos en servilletas frente a la noche azul de este muelle, de la playa toda, soñando con los incontables pendientes que siempre tuvimos, que nunca –por supuesto- acabaron de concretarse.
Evitar recordar es imposible para alguien como yo, tan ligado esos amores horribles que ultrajan toda emoción y sentido de bien común. Laura es de las mujeres que hacen peligrar la continuidad de la especie, ahora lo sé; su cobardía e inmadurez me jodieron todo el tiempo la vida. Y eso que en algún momento pensé que no debía exigirle más de una cualidad: la de hembra arrecha y complaciente; por solo ello en algún tiempo la juzgué y me sentí tan agradecido con la vida que ni siquiera recordé las cualidades que le faltaban, los enormes vacíos que habitaban su existencia. Laura fue, lo será siempre -y a pesar de todo- el gran amor de mi vida. Nunca amé a nadie de manera tan desaforada e incondicional. El amor no se obliga, tampoco nada ni nadie puede impedir que la ame, que la siga amando. El final, ya lo saben: se despidió por mensaje de texto, ni las gracias me dio.

Es diciembre de 1980, tienes siete años y esperas en vano -en el patio de la escuela- que llegue tu madre o tu padre para presenciar el acto público donde te entregarán el premio de excelencia de ese año. Un sol espantoso calcina al estudiantado de pie ante al proscenio, mientras odias en todos los idiomas -que aún desconoces- que para ti nunca haya tiempo, que ellos todo lo vean trabajo y reuniones de oficina.
El cura italiano, director de Raimondi, se jacta de los ‘logros académicos’ y deportivos de sus estudiantes durante el discurso de orden. Al momento en que te entregó el diploma y la medalla de oro (después la descubriste de latón), ningún fotógrafo estuvo atento; tus padres ausentes, como ya hemos anotado. Solo Juanita, tu profesora, decidió fotografiarte -diploma en mano- una vez terminada la ceremonia: ridículo tú con esos lentes frikis, vintage, con la enorme insignia del colegio cosida sobre el bolsillo de la camisa, cubriéndote casi medio pecho.

El diario es la experiencia más pura del escritor como lector, uno se lee a sí mismo, revisa su propia prosa, su vida, sus lecturas. Al paso que voy quizá nunca necesite psicoanalista. Hasta he pensado publicar algún día mi diario, pero con seudónimo; quizá con el nombre de algún personaje de mis libros anteriores, no sé. Me gustaría entregarle mi existencia a un personaje de ficción, pero que el libro refleje exactamente cómo ha sido mi vida, no cambiar nada de ella. Publicar mi diario en vida podría traerme consecuencias, lo sé; pero si lo publicara con el nombre de uno de mis personajes se fusionaría la obra literaria y el diario de escritor, sin traicionarse éste último. No es mala idea.
Anoche recordé el primer diario que leí, el mismo que me ha marcado la vida: 'La tentación del fracaso'. Fue por ese tiempo en que decidí registrar manual, fragmentaria y brevemente (con fechas, pelos y señales) reflexiones diversas para las que utilicé múltiples registros de escritura. Las extraviadas páginas de cuaderno de ese tiempo guardaban mi manera de pensar por entonces, mis alegrías (que eran pocas), mis sueños (que han sido muchos siempre), las vivencias y esperanzas de mi generación, mis frustraciones. Hasta tengo un doloroso poema llamado 'Los diarios' (publicado en mi segundo libro de poesía), así como cartas inenarrables (no menos dolorosas), escritas en circunstancias límite, destinadas a una novela. Un par de veces llegué a releer todo eso y en ambas ocasiones (en años y épocas vitales distintas) quedé impactado, entristecido, tocado sobremanera por su crudeza, por cómo había sido mi existencia.

1 DE JUNIO

Es domingo y he salido a caminar por las inmediaciones de la playa. En el jirón Lima me he encontrado con la nueva hembra de Camilo, está fuerte su nueva mujer. Y el huevón, el otro día, con su rollo lambayecano. ¿Qué chucha me puede interesar que el muelle de Pimentel tenga 529 metros de longitud?, ¿de qué carajo me sirve que ese ciempiés metálico y gigante desafíe las olas enfurecidas que se estrellan a sus pies? Como si nadie, carajo, supiera que la calle Ugarte se llamó antes La Verónica; y a la mierda Barsallo, Miraloverde, callejón Las Palmas y Barrio Dávila, límites de Chiclayo a inicios y mediados del siglo XX.
El cojudo del viejo piensa que todos son como él; huevón, seremos borrachos pero no imbéciles.
La marea va y viene, es como si uno mismo se alejara en cada latido de las venas. Aquí están mis manos que tiemblan como la nieve ante el ojo de la lámpara, éste es el endurecido cadáver que me habita, que me tiene inmovilizado,     que me ha destrozado la médula, la infancia y el río. Así ha llegado el abismo a mis comarcas, en silencio. Borrachos se largan los últimos bañistas, ojalá nunca regresen.

viernes, 3 de enero de 2014

Diario de las vidas absurdas que he vivido (II)


Augusto Rubio Acosta

Es de madrugada, hace frío y está lloviendo desde hace varias horas. El precario techo de calamina no soporta el mal tiempo y el agua empieza a gotear del techo, a filtrarse en la sala, el comedor, los dormitorios, en todos los ambientes de la casa. Tienes seis años y tu madre te ha llevado -junto a tu hermano pequeño- a pasar la noche en la casa de un familiar vecino que construyó su domicilio de fierro y cemento. Afuera el viento arrecia y los hombres mayores de la zona instalan una muralla de sacos de arena y desmonte en la parte alta de la calle, por donde se supone se desbordará el río. El cielo adquiere una palidez que recuerda a lo inexorable. Es tarde, mañana quizá todo estará inundado de lodo y piedras, estaremos perdidos. 

27 DE MAYO

Los mejores días que tuvimos los experimentamos en bares y cafés, en la cama también, por supuesto. Hoy, que he caminado desde el Parque Principal a Santa Victoria, ida y vuelta, que me he detenido en la lavandería a recoger mi saco, vi a Laura cruzar la calle de manera intempestiva y no pude evitar estremecerme. ¿Qué nos faltó, putamadre?, ¿acaso el amor y la amistad, el sexo frenético y los libros no fueron suficientes? Ni siquiera los viajes y las galerías de arte en que ha consistido gran parte de nuestra vida, pudieron hacer sostenible la polifonía que vibraba oculta en nosotros.

El cuerpo de Laura -como bien cita Apollinaire- no tiene puertas, como el mar. Y estuve loco por ella. Hoy, que la vi cruzar por Torres Paz en uno de esos breves vestidos de algodón orgánico que suele usar en verano, me puse a pensar que -a pesar de todo lo vivido- nunca carecí de razón: el querer llevar la razón que uno tiene hasta las últimas consecuencias no es malo, hay formas de locura que tienen demasiadas similitudes con la genialidad, y eso lo tengo –modestia aparte- muy presente.

Dolor y placer es lo que mejor recuerdo de las sensaciones y la vida imperfecta que con Laura tuvimos. Si alguien escribiese nuestra historia tendría que empezar por la ausencia, por cómo las cosas languidecen, se cubren de polvo y se marchitan. Es lunes, afuera el sol declina sobre la serpiente del casi desierto y remodelado malecón. Vine hasta aquí para escribir en este diario que sabe de mis cosas, que desde hace tiempo me habita.

Tienes cinco años y -con la banda de capitán del salón lila en el pecho- te dejas fotografiar junto a los niños de tu clase, poco antes de que se inicie la final del campeonato interno en el Jardín Ruso, de la avenida Pardo. Ahí estás de camiseta blanca y short negro, en el arco; a tu izquierda, una niña de ojos verdes vestida de húsares de Junín o de waripolera (nunca pudiste descifrarlo) es una especie de madrina del equipo con varita mágica incluida. Al costado de todos, tu maestra. Es cuestión de segundos para que se inicie el partido de fútbol sobre el improvisado terral convertido en campo de juego; es cuestión de minutos para que en arriesgada atajada del balón, tu cabeza se quiebre en contacto brutal contra la acera y ríos de sangre fluyan camino al station wagon del director de la escuela que conducirá desesperado a la clínica San Carlos, lugar que apenas un lustro atrás te vio abrir los ojos al mundo.

La vida en Pimentel, la quietud, me ha permitido experimentar nuevos parámetros de subjetividad y antificción; de a pocos, todo ello se va modulando en mi nueva forma de escritura. Lo íntimo es perfectamente comunicable, el asunto es evitar se pervierta y se degrade. Normalmente los diarios son aburridos si uno pone todo ahí tal cual, por eso creo que deben ser editados. Hasta ahora lo que he escrito me ha instalado en un estilo, en una fórmula; los diarios –en cambio- me dan libertad, incorporan registros múltiples a mi escritura, de ellos me interesa el fragmento y la brevedad como experiencia de la forma. No negaré, sin embargo, que me seduce mucho pensar en el género póstumo, en cómo la relación diario-vida pueda ligarse en la práctica con la muerte. Escribir e interpretar lo que ocurre con uno mismo en los días camino a lo inexorable no debería ser solo asunto de amigos cercanos, biógrafos y críticos literarios, sino también –y sobre todo- obra y palabra del autor mismo.
En algún lugar leí alguna vez que quienes perseveran escribiendo en su diario no se suicidan. Quizá el día en que ponga “esta es la última palabra de mi diario”, todo haya terminado para mí. Y es que existe una relación entre escritura y muerte en ese punto. Por eso será que quizá me fascinó siempre el último libro de Arguedas, la forma en que acabó con todo y dio nacimiento al mito, la idea de una escritura que pasa de un registro a otro, a una mejor forma de existencia.


28 DE MAYO

Es de noche, he venido ante el mar…

jueves, 2 de enero de 2014

Diario de las vidas absurdas que he vivido

 Augusto Rubio Acosta

Fue en el mar de Pimentel, hechizante siempre debido a su melancolía, despiadado escenario de momentos huidizos en la memoria que generan estragos a lo largo de mi existencia, donde decidí escribir un diario, uno que sirva como carroza fúnebre del tiempo, testimonio, cortejo de los días perdidos.
Cuando empecé a redactarlo se iniciaba un nuevo año. Desde el principio fui consciente del riesgo de manipulación que existía. Jamás pensé en publicarlo, ni siquiera póstumamente, nunca tuve expectativa alguna de que fuese leído. Quizá el descrédito de la ficción, la necesidad de redactar apuntes autobiográficos, meditaciones o notas para mí mismo (para mi sobrevivencia), me llevaron a internarme en el registro de hechos personales. La escritura invisible, privada e instintiva, permitió que otro yo se desgaje del yo que me hacía escribir (sobre todo en las mañanas), que se separe y me observe cuando era hora de sentarse ante el teclado, ante el cuaderno viejo o la servilleta, ante cualquier superficie plana que aguantara mis palabras. Desde mis años adolescentes anoté cosas que me ocurrían, pero nunca pensé que esa afición derivaría -con los años y las lecturas- en varias decenas de cuadernos que señalan mejor la época que me tocó vivir y la distinguen de las vidas más absurdas que he vivido.
Huella dactilar de la vida que tengo, que he tenido, el diario me ha llevado a preguntarme –en principio- si al escribirlo estoy siendo absolutamente sincero. Frente al mar de Pimentel, sentado en una de las bancas de su añoso malecón, pensé si no había llegado demasiado tarde a ciertos acontecimientos, emociones y personas importantes de mi vida o si me había ido de los mismos demasiado pronto. Todo el tiempo fui un desplazado, un marginal destrozado en mil pedazos. En el mar caí en la cuenta de que solo mi diario podía salvarme, recomponerme la existencia.

miércoles, 1 de enero de 2014

Año nuevo (a quién le ha de importar)

 Augusto Rubio Acosta



He visto el primer amanecer del año desde mi ventana, un nuevo horizonte de luz se ha impuesto sobre la milenaria danza de los astros en que consiste el día a día, lo que somos, padecemos y vivimos. Empieza el 2014 y nunca tuve tanta certeza de lo que soy: un sobreviviente, un ser miserable nacido en un puerto llamado absurdo, un cimarrón que no tiene claro hoy cuántos brazos le quedan por abrir, cuántos libros por cerrar (lo de pasar la página es asunto de mediocres).
Las seis de la mañana y el corazón no sabe qué pensar. El trabajo y los deberes (malditos), los libros y las clases (que no son sino lo mismo), las emociones y el camión de la basura (a eso se ha reducido mi existencia). A los poemas que vendrán, a los inéditos de siempre, no he de tomarlos en cuenta (tampoco nadie los consideró), pero esta voz -surgida desde lo más profundo del sepulcro, de la tierra misma- me ha devuelto –sin embargo e inevitablemente- a este árbol sin hojas, a estas insípidas páginas que ojalá en este instante fueran tuyas (al menos durante el tiempo que te dura la borrachera, la náusea, la diarrea, el orgasmo).
De afuera se deslizan las voces de los ebrios que regresan de las fiestas, los jóvenes vomitan en los parques y un poderoso olor a pólvora y alucinógenos domina la atmósfera; felizmente al búnker no ingresa el sol (me he encargado de eso para siempre), solo una crystal candle (que me obsequiaron en navidad) me ilumina a esta hora, pero en breves minutos -apenas terminadas estas líneas- se extinguirá para siempre.
Es año nuevo y no he venido a hacer llegar mis mejores deseos a nadie; después de todo, quizá únicamente los merezcan quienes -a esta hora- decidieron cambiar de playa favorita para siempre, quienes a pesar de la mañana aún continúan bebiendo delante de un bosque de botellas azules, los pobres diablos cansados de andar por los jardines, los desgraciados preocupados siempre de los otros (y que jamás se acuerdan de sí mismos). Es año nuevo y los hombres y mujeres dignos y decentes de mi ciudad se seguirán quejando -noche y día, día y noche, lo que es peor: por Facebook- del mundo corrupto, criminal y traidor en que vivimos; con espíritu sereno, los funcionarios públicos y espantapájaros pálidos, amarillos y sombríos de rodillas ante el poder de turno, enarbolarán la esperanza (cuenta conmigo); sin vacilar un segundo, habrá quienes beberán y morirán con el nombre de su caudillo en sus pupilas (y es que triste, vergonzosa y deplorable es también la existencia).
Es año nuevo y es más honorable morir de pie ante el asfalto, que al interior de una hoja de papel como ésta, poblada de frenéticas pero insulsas palabras. Es primero de enero y los amigos complacientes que tengo, dirán: ‘qué paja’, ‘lo comparto’, ‘like, ‘iré a su jato para invitarle una chela’… hipócritas, que les muerda hoy un perro rabioso en la playa (ojalá de esa forma siquiera saliesen a ladrar cuando el puerto de verdad lo necesita); que les pique una raya venenosa en Tortugas (a ver si la punción dolorosa les dura varios días y así experimentan en carne propia lo que la mayoría de peruanos y desclasados sufre); ojalá se les malogre el saldo del pavo en la refri, les caiga bomba el panetón, el vino, y ‘la bicicleta’ los mande al hospital varios días, ojalá la ‘mama rata’ (que ustedes, pirañas, compran) les reviente en la mano, ojalá se enamoren perdidamente este año (y se jodan, es mi mejor deseo)…
Es año nuevo y a quién chucha le ha de importar lo que diga o escriba este hombre imaginario, este corazón que palpita a mil por hora y ha deambulado varios días por cerros, huacas, playas y parques innombrables. La muerte todavía no responde (le he enviado un tweet, ya contestará). Mientras tanto, comuníquese, anótese y publíquese. Sí, huevón, también archívese…