sábado, 23 de noviembre de 2013

Historia de una sonrisa

 Augusto Rubio Acosta
Semanas atrás, un amigo comentó una imagen publicada recientemente en mi cuenta de Facebook, señalando que 'era la primera vez que me veía sonreír en una fotografía'. En verdad, apenas leí el comment no supe qué decir y me sentí desconcertado, quizá porque en el fondo él tenía (y tiene, nadie lo había expresado antes abiertamente) tanta razón. Por alguna extraña circunstancia o misterio por resolver, desde determinada edad mis retratos muestran a un ser invariablemente adusto, tenso, en ocasiones trágico y hasta con la mirada poblada de dolor. De nada sirve a fotógrafos circunstanciales y aspirantes a profesionales del lente, sugerirme que pronuncie determinadas y ridículas palabras a la hora del disparo o hacer bromas absurdas al momento del flash; a mis labios les cuesta sobremanera curvarse, ojalá en las décadas que vienen -llegando a las inmediaciones de la vejez- pudiese comprender cabalmente este fenómeno hasta ahora absolutamente inocuo pero nada grato para mi. Mientras ello ocurre, ensayo aquí algunos recuerdos y reflexiones sobre este penoso asunto.
Hace casi veinte años (en 1995), Roberto Ángeles, director, dramaturgo y maestro del teatro peruano, me preguntó a quemarropa -a la mitad de una de las sesiones del taller de formación actoral que él dictaba y del cual este cimarrón formaba parte- si mi difunto padre era o había sido militar, si en mi familia había policías o si a lo largo de mi infancia había vivido en una atmósfera vertical, dura, férreamente dominante. Ángeles terminó añadiendo que las fotografías que solía tomar a sus alumnos durante los ensayos no mentían: ahí estaba yo todo serio y tieso sobre las tablas, caracterizando a personajes de los cuales nunca pude zafarme: comisario de policía, soldado desconocido, guerrillero tupamaru atormentado por la sed de venganza y tantos papeles más de similar índole. 'Tienes que hacer danza moderna y contemporánea, Augusto, te ayudará a quebrar el molde y a generar la espontaneidad que todos tenemos detrás del movimiento. Estoy conforme con la construcción de tus personajes, con tu disciplina para las tablas, pero no quiero actores hechos solamente para papeles 'duros'...'
Como se puede colegir, el asunto éste me acompaña -inevitablemente- de por vida, sin que ello signifique que no sonría o me carcajee a mis anchas en determinadas circuntancias, que son pocas -es cierto- pero que finalmente son y se producen porque creo que en lo más profundo del ser humano el precioso don de gozar el presente (no sin dejar de pensar en el futuro) permite hacer fulgurar la sonrisa hasta en el rostro más fiero. Quizá en las líneas de mi cara aparece una triste y serena sonrisa (son pocas las fotografías donde podría verlas, tendría que sentarme a analizarlas), pero se trata de sonrisas al fin y al cabo, se trata de gestos nacidos de alguien que no pocas veces se ha levantado de las cenizas e intentado cauterizar su dolor aprendiendo de lo vivido y canalizándolo -en ocasiones- a través del arte de enhebrar palabras y compartirlas con todos lanzándolas al viento. Hay quienes afirman que el arte es una herida hecha de luz, y razón no les falta. El hecho es que hoy redacto estas líneas convencido de que la vida es -más que nunca- breve y de que el gozo que podamos o nos permitamos experimentar en la cotidianidad de la existencia puede ser el último hálito, el último estertor. No es que no quiera sonreír ante las cámaras fotográficas, quizá el estado de gracia en que consiste el gozo del presente no me acompaña tan a menudo, quizá debiera intentar sonreír con más frecuencia, dejar de dar vueltas alrededor de lo inhallable, quizá la felicidad (que no es presentada nunca como un bien en sí mismo, sino que para saber en qué consiste hay que conocer el bien o bienes que la producen first) está a la vuelta de la esquina y uno ni cuenta se ha dado. Quizá la sonrisa que en este instante ensayo no tenga el momento ni el espacio apropiado para mostrarse, pero es sincera, natural y es originada por esta fiebre que me acaba, por esta pasión que me aniquila, por estas tristes y miserables palabras.

martes, 19 de noviembre de 2013

Mi casa de Miramar

Augusto Rubio Acosta

Mi casa de Miramar se convirtió en una especie de burdel hace ya varios años. Quizá el término exacto no sea precisamente ese (puede que se haya constituido en algo bastante peor), pero resulta que de 'puteril-maravilloso' tiene hoy mucho de qué alardear, hasta del nombre peculiar y sintomático que se le ha colocado como razón social, por ejemplo. Mi casa (mi excasa, debí decir) dejó de ser de propiedad de la familia a mediados de los años ochenta, pero cada vez que paso por la primera cuadra de la avenida Meiggs, desde el interior de un colectivo o taxi una extraña fuerza me obliga a voltear la cabeza hacia la esquina con el Pasaje La Merced (escenario de mis primeros pasos, vivencias y emociones), como si al hacerlo estuviese procurando reconocerme de pie -y cuando niño- frente al campo de Alianza, el antiguo club situado al otro lado de la pista.
Cuando mi casa ya se había tornado en lupanar, con el desaparecido poeta y editor Jaime Guzmán y las chicas de Río Santa Editores, fuimos una noche 'a conocer el sitio' y a saborear una sórdida parrillada. Ni bien ingresamos, en el primer piso del recinto una intensa luz roja y después violácea le otorgó a nuestros rostros una nueva identidad. La salsa estridente que vomitaban los parlantes instalados en el lugar dónde hacía décadas atrás fue la cocina de nuestra casa, me devolvió a una época extraviada en el laberinto de la memoria; en el lugar donde alguna vez fue mi dormitorio se hallaba instalada una barra de mal gusto donde cierto bartender se encargaba de las pócimas; en el lugar donde solía escuchar discos de 45 rpm, una espigada mujer se insinuaba a los incautos recién llegados y los invitaba a subir al segundo nivel del edificio.
Volver a Miramar siempre ha sido uno de mis pequeños sueños. Volver, pero no necesariamente a domiciliar en el lugar, sino sobre todo a reunirme a interactuar con sus antiguos pobladores, con esa generación perdida de amigos de la infancia, con los sobrevivientes de un espacio urbano detenido en el tiempo, atrasado en extremo, postergado, olvidado por las autoridades y por sus lamentables dirigencias vecinales, por sus habitantes anónimos a quienes el conformismo y la desidia les dominó siempre la existencia.
Mi casa de Miramar se ha convertido en novísimo y concurrido 'centro espiritual y cultural' de esa parte de la ciudad, pero yo la extraño. A ver si estos días me hago acompañar y regreso para fotear sus ambientes y tomarme un chilcano de pisco, para insertarme de nuevo en mis nostalgias (que no son pocas estos días), que me atormentan la existencia.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Juan Ojeda y la condición humana



Augusto Rubio Acosta

En el invierno de 2006, en el marco de las celebraciones por los cien años de la creación del distrito de Chimbote, se me solicitó elaborar un texto amplio sobre el proceso de la literatura en el puerto, el mismo que fue publicado ese mismo año como parte del Libro del Centenario de Chimbote, volumen de lujo que recoge –a pesar de las discrepancias que pudiesen originar algunos ensayos y la ausencia de algunos autores- las principales manifestaciones culturales de la ciudad a lo largo de la historia, un libro que lamentablemente no circuló en edición popular, lo cual impidió su acceso a las grandes mayorías. En el texto en mención, se puede leer un subtítulo dedicado a Juan Ojeda, el mismo que a continuación reproducimos:

Al borde del abismo

Heredero del romanticismo interior, del simbolismo más “iluminado” y de las prolongaciones de este en el expresionismo alemán, Juan Ojeda, la voz poética más elevada producida en Chimbote, nació en el puerto el 27 de marzo de 1944. Después de concluir la secundaria en el Colegio San Pedro, estudió pintura y escultura en la Escuela Superior de Bellas Artes de Lima, y Filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Poeta de excepcional e intensa capacidad lírica, se sumergió desde muy joven en la tradición hermética, órfica, visionaria y alquímica, sin dejar de lado la dimensión histórica y social de condena al orden establecido y de invitación a la conquista de las utopías con que soñaban los jóvenes de la generación del sesenta, tan influenciados por los cambios radicales y revolucionarios de la época.

En la poesía de Ojeda no se siente la división entre poesía “pura” y “social”. El modelo expresivo que propone se nutre de la “modernidad” francesa, hispánica, italiana, alemana, además de la poesía china, japonesa y de origen musulmán. Sus poemas se hunden en los ritos de Hermes, en reminiscencias de una vida atormentada y plagada de infortunios, en la pugna órfica con el caos, la muerte, y en lecturas y citas abrumadoras de poetas de signo trágico.
Ojeda publicó en vida la elegía Ardiente sombra (1963) dedicada al poeta Javier Heraud, asesinado en el río Madre de Dios. En 1966, el II Concurso “El Poeta Joven del Perú” organizado por la revista Cuadernos Trimestrales de Poesía, le otorgó la primera mención honrosa por Elogio de los navegantes, publicado ese año. De 1970 es Recital, y de 1972 Eleusis, editado por Gárgola, Colección de Poesía.
Juan Ojeda se arrojó bajo las ruedas de un auto en la cuadra 23 de la avenida Arequipa, en Lima, la madrugada del 11 de noviembre de 1974. Tenía 30 años cuando murió y era poeta por encima de todas las cosas. El vate dejó una huella, un espíritu, una actitud y una influencia notoria en las generaciones de creadores peruanos posteriores. A cambio recibió el olvido casi total, absoluto y miserable que el Estado peruano otorga a sus mejores hijos. En 1986 apareció póstumamente -editada por Runakay- su obra poética máxima Arte de navegar. En 1997 se publicó la plaqueta Epístola dialéctica, y en 2001 Cronopia publicó una edición ampliada de su libro principal. Han pasado más de tres décadas de la partida de Juan Ojeda y dada su condición de ‘autor de culto’ muy poca gente ha leído sus libros o visitado el pabellón Santa Carmen, nicho 55-A del cementerio El Ángel, donde descansan sus restos. ¿Será que como en su Crónica de Boecio “… nada queda ya sobre la tierra / que hayas odiado con cierta humillación / la dorada máscara / que repite el esplendor de aburridos gestos / aprendidos, sin duda, para consolarnos / y no hay consolación /…”?, ¿se trata acaso del exilio?...

Lejos del poder cultural, tan cerca de todos
La tormentosa amalgama genética y afectiva, sumada al devenir histórico y la extrema sensibilidad de un autor a quien la madurez poética le sorprendió muy joven, producto evidentemente de su precoz y absorbente lectura, así como de un riguroso examen de la literatura clásica y contemporánea, hicieron que Ojeda cotejara con pasión y lucidez la poesía, junto a la convulsa y apabullante realidad de su tiempo.
En medio del caos y la destrucción de su mundo (que es aún el nuestro al fin y al cabo) sus versos se alzaron presagiando ese oscuro apocalipsis que hoy vivimos en grandes aspectos de la vida diaria. Los poemas de Ojeda trascienden porque en su ejercicio dialéctico, en su fervor como creador, el autor de ‘Arte de navegar’ imprimió uno de los testimonios más lúcidos y conmovedores de la condición humana. El poeta se ha tornado inmortal a pesar que estuvo siempre lejos de los grupos de poder cultural, a pesar de que nadie reconoció en vida sus versos y a pesar de dejar inédita su obra mayor que es un auténtico itinerario de una locura trágica, épica y sublime.

A Juan Ojeda se le han hecho múltiples ‘reconocimientos’ en los últimos años. Sin embargo, el mayor homenaje es la lectura y difusión de su obra, deuda pendiente que esperamos el gran público pueda pagar con creces a la historia.

 * Ilustran este post, la portada de la edición n° 5 de 'Mundo cachina', publicación de artes & letras que acaba de entrar en circulación (ilustración de Percy Izquierdo).; la segunda imagen le corresponde al maestro Álvaro Portales.

sábado, 9 de noviembre de 2013

'Mundo cachina N° 5': volver al camino

Augusto Rubio Acosta

Siete años después, hemos vuelto. El regreso, tras prolongado silencio, obedece a la necesidad de generar un espacio -en nuestra cada vez más denigrada y convulsa sociedad- donde sea posible proponer experiencias estéticas, transmitir ideales, creatividad, preocupaciones del mundo intelectual que nos rodea y una cierta visión compartida de la vida.
Volvemos porque –dejémoslo en claro- en esto consiste nuestra forma de vida; regresamos porque en las tradiciones, ideologías, posturas, paradigmas y compromisos de nuestro contexto actual e inmediato, encontramos un vacío que consideramos urgente llenar con letras e imágenes.
En tiempos en que la enorme mayoría de medios de comunicación del país le rinde pleitesía al poder económico, empresarial y político, quienes vivimos el periodismo desde la verdad, la responsabilidad social y la independencia, necesitamos expresarnos desde esa utopía que dignifica porque impulsa la excelencia de nuestro trabajo, de la pasión que nos consume. La ética, más que conocimiento es sensibilidad, un asunto de sabiduría que nace de la experiencia humana, y aquí lo reafirmamos; por eso nuestra razón de ser es proporcionar conocimiento, no aspirar a tener el mayor número de suscriptores ni a vender todos los ejemplares que se impriman. Nos situamos a años luz de metas comerciales, priorizamos la inteligencia, la sensibilidad de los lectores y la dignidad de la profesión, a pesar de lo que ello signifique.
Símbolo y emblema del ejercicio intelectual, las publicaciones de cultura son al mundo cultural lo que el periódico es a la vida diaria. Nuestro país cuenta con una larga tradición de periodismo cultural, la misma que –salvo honrosas excepciones- ha ido cayendo en desmedro en las últimas décadas. La vida cultural escrita tuvo siempre una vida intensa y de alta calidad en el Perú, historia que nos obliga a reivindicar, promover y dar solidez a la sociedad cultivada, atenta, informada y crítica, que tanto necesitamos.

Gracias por estar ahí, estimados lectores, por la paciencia de todos estos años. Hemos vuelto, aquí nos quedamos, vamos por el mismo camino.

La escritura y la vida

Augusto Rubio Acosta
Las últimas semanas -desde octubre último para ser más exactos- el tiempo impidió acercarnos a ésta nuestra habitual ventana, la de siempre, aquélla que da testimonio de nuestra forma de vida. La literatura no es sólo la mejor parte de la existencia, como forma de vivir es una decisión que se tomó para el resto de nuestros días.
El último mes (y un poco más) anduvimos recorriendo ciudades y pueblos de tierra adentro. El Perú es demasiado hermoso como para negarse a conocerlo a fondo, como para no leer y dialogar con sus lectores y escritores. Las últimas semanas, apenas apareció la segunda edición de 'Mundo cachina', presentamos el libro en Chiclayo, Piura, Bernal, Guadalupe y Cajamarca, además de eventos de carácter académico -en los cuales se abordaron avatares de la escritura de crónicas- realizados en Chimbote y otras localidades. En Trujillo y Huarás anduvimos de museos, tomando fotografías, recopilando materiales para nuevas historias. Otras ciudades nos esperan.
El efecto saludable que produce la literatura no sólo lo es para quien se acerca a una obra sino, y esencialmente, para quien la escribe, para quien ha asumido las letras como forma de existencia. Así, el libro va y viene, se presenta aquí y allá, en el camino la mochila se llena de volúmenes de otros autores, el equipaje de óleos nuevos, de films, de música, la vida de amistades que nos demuestran lo valiosas que son, y de proyectos que -con el correr de los días- justificarán el por qué estamos de pie ante el futuro.
El libro, la laberíntica influencia literaria que heredamos de los autores que seguimos, aparecen en cada pregunta del público asistente, en cada ciscunstancia diaria. Ya no hay dudas: es la vida propia la que nos conduce y obliga a escribir.