martes, 20 de agosto de 2013

Reflexiones de un ciclista urbano (y punto)

Antes (hace más de veinte años), cuando solía unir tres veces por semana -y sobre dos ruedas- la avenida Bolívar, en Pueblo Libre, con la Bajada Balta, en Miraflores, para ir a estudiar un segundo idioma, desconocía que manejar bicicleta -durante un periodo de dos décadas- aumenta en cinco años la expectativa de vida. Antes, las enfermedades crónicas, respiratorias, cardíacas y musculares, eran para el suscrito 'cosas de ancianos'. La aceleración del metabolismo tampoco importaba, mucho menos el tráfico vehicular caótico de Lima, plagado de conductores apurados, calles con baches y ciclovías con obstáculos. Antes, fui un ciclista urbano y punto. H. G. Wells había manifestado -en alguna extraviada entrevista- que cada vez que veía a un adulto subido en una bicicleta crecía su confianza en la posibilidad de un mundo mejor, y lo teníamos presente.
Así, el deporte extremo y de alto riesgo en que consistía (y consiste) manejar biblicleta por las calles de una urbe como Lima, constituía todo un reto. La ciclovía de la avenida Arequipa casi siempre estuvo obstruida -en varios tramos- por autos, motos a toda velocidad, skaters o peatones distraídos. El traslado no era tan sencillo porque había que estar alerta siempre de los ladrones, que acechaban esperando el mínimo descuido. En los semáfotos aprovechábamos la luz en rojo para adelantarnos a la avalancha de vehículos motorizados que partían tras nuestro. Estacionamientos solo en los supermercados, que por entonces no eran tan numerosos como hoy (cadena y candado a la hora del descanso). Las crazy combis y su caótico circular constituyeron (constituyen aún) nuestro más terrible y desesperante pandemonio.
La bicicleta es una máquina literaria, así lo sentimos siempre. Observar el mundo desde dos ruedas nos acercaba al asombro en que consiste ser parte de un mundo poético, un mundo distinto y pasajero, pero no tan rápido a pesar de su fugacidad. Los ciclistas de entonces nos sentíamos parte de una comunidad, nos enterábamos de eventos o actividades destinadas a ese medio de transporte. 'Las bicicletas son para el verano', habíamos oído en alguna parte, pero el suscrito las prefería en invierno por razones climatológicas. Ejercer el derecho soberano y saludable de trasladarnos de un sitio a otro sobre dos ruedas, es algo que no hacemos hace mucho. Hace demasiados años me deshice de mi vieja bicicleta; nunca escribí sobre ella, pero mientras redacto estas líneas la extraño porque -en cierto modo- era una especie de defensa contra la barbarie en que vivíamos los peruanos por ese tiempo. 
He sido un caminante ya muchos años. De  adrenalina, viento en el rostro y esa extraña mezcla que produce la tensión por el tráfico y la relajación callejera, he tenido mucho (no precisamente sobre dos ruedas). Hace veinte años no sabía necesariamente adónde me dirigía cada vez que salía sobre dos ruedas, hoy es distinto. Aunque el camino sea  áspero y duros los tiempos, puedo cantar con el alma y eso me basta. El que tenga o no una nueva bicicleta (me encuentre o no sobre ruedas) no significa que no viva deprisa, quemando la vida que otros no vivieron. Ahí están los ríos furiosos, turbios, los ríos veloces y sus puentes derribados. He de salvarlos.

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