lunes, 28 de mayo de 2012

Anatomía de la decepción*

Sentirse decepcionado se asemeja a un final, a la conclusión que tiene aquello por lo que se apostó y se perdió. Una conclusión es la consecuencia de un proceso de reflexión que exige tiempo y espacio en cantidades variables. En términos facilistas, podría decirse que la reflexión está atada al pasado y la conclusión al presente. Se da por obvio que cuando se concluye algo se está mejor preparado para afrontar el futuro. Lo cierto es que toda conclusión llega tarde.

Se asume entonces que la decepción es una conclusión, la respuesta a una pregunta realizada sobre algo o alguien. El desenlace lógico, uno de los tantos finales posibles que tiene un proceso. La decepción, no obstante, alberga una serie de características que la alejan de cualquier reflexión.

La base de la decepción es la esperanza. La esperanza se nutre de suposiciones y deseos, no de razón y objetividad. Sentirse decepcionado no es más que la consecuencia natural que siente aquel que intentó sentar la base de su futuro sobre un piso de cristal. Cualquier noción respaldada por la esperanza es inútil, porque la esperanza es lo último que se encargará de decepcionarte.

Saber esto no sirve de nada. El ser humano ha creado mitos y religiones con base en el poder de la esperanza, por lo que es entendible que el mundo adquiera forma a partir de algo destinado a decepcionar. La decepción, más que una consecuencia, es un castigo, algo que la gente merece por creer -a pesar de los datos objetivos- que puede haber futuro donde solo hay vacío.

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