miércoles, 28 de marzo de 2012

Periodismo cultural: vicio, masoquismo y esperanza

Augusto Rubio Acosta

…Y Ezra Pound decía: La noticia está en el poema, en lo que sucede en el poema. Poetry is news that stays news…”. La frase nos golpeó siempre al interior de la cabeza, cada vez que alguien se atrevió a menoscabar la importancia de un trabajo como el nuestro, cada vez que hasta entre los mismos compañeros de trabajo se gastaron ridículas y absurdas bromas sobre “cierto tipo de periodismo” practicado por “artistas frustrados” o por periodistas a punto de dejar de serlo. Era entonces, cuando la voz del profe volvía a escena para empujarnos a seguir…
El lector –alumnos- no sólo lee lo que puede. El acto de la lectura transforma al lector y no darle a éste condiciones para la crítica histórica y cultural es una manera sutil de acallar voces disconformes sobre las decisiones que se toman y que afectan a las mayorías empobrecidas e ignorantes del país. A mi no me importa que los periódicos de ahora se hayan vuelto amarillos, mucho menos que los medios serviles, coloridos e idiotizantes -que sobreviven de rodillas a los gobiernos locales, regionales y nacionales de turno- traten de borrar la historia y la memoria. De manera que ahora mismo, en estas dos horas de clase, salen a la calle y me traen notas -ya mismo- para los futuros medios culturales que nacerán a fin de semestre aunque tengan que costeárselos ustedes mismos. Yo no sé. Vayan, expriman y traigan lo único imperecedero que tienen sus cerebros, la voz de los creadores de la patria…
Corrían los años noventa y los medios de comunicación estaban casi en su totalidad bajo control de la dictadura, orientados a difundir su causa e intereses o “dopados” al igual que sus lectores. El profe había dejado en claro “que le llegaba” la presencia del marketing en los medios, que esas cosas no tenían por qué inmiscuirse en el trabajo cultural y periodístico independiente, y que debíamos defender nuestros contenidos, nuestros créditos, que había que luchar por un espacio de reflexión en los medios.
“Yo sé que “lamentablemente", informar sobre el acontecer cultural requiere un reportero capaz de entender lo que sucede en un poema, en un cuento, una pintura abstracta, un ensayo o en una performance; es lo mismo que informar sobre un acto político, donde se requiere un periodista capaz de entender el juego político: qué está pasando, qué sentido tiene, a qué juegan los sucios candidatos a la alcaldía, por ejemplo, por qué hacen esto y no aquello. Los mejores medios tienen reporteros y analistas capaces de relatar y analizar todo tipo de acontecimientos, situándolos en su contexto político, legal e histórico. Pero los periodistas culturales “lamentablemente” -en la mayoría de casos- no informan como debe ser sobre una colectiva de pintura. Y es que hay que saber escuchar, ver, situar en el contexto, analizar las obras pictóricas. No se trata de informar sobre las medias del pintor. Esto –señores- es lo que tenemos que cambiar…”.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, toda una vida. Estamos en 2012 y la realidad del periodismo cultural peruano no ha cambiado en lo más mínimo. En todos estos años apareció la Internet (a la capital llegó en 1993), nacieron notables suplementos de cultura en los medios convencionales y en los electrónicos, programas de televisión, cada uno con buenos contenidos que fueron haciendo camino al andar, pero un tanto –o bastante- alejados de la dinámica de inclusión social que tanto necesitamos los peruanos.

Desde ese punto de vista, consideramos que no basta estar en un medio masivo y producir un programa cultural, pues hay que saber dirigirlo a la masa y evitar el academicismo o lo que se le parezca, teniendo cuidado de no asumir como débiles mentales a los consumidores. Igualmente hay que hacer del suplemento, programa o espacio cultural, un auténtico “lugar de encuentro”, de reflexión y de diálogo generacional para los artistas y creadores. Un lugar común capaz de mostrar el pensamiento y la producción intelectual de otras realidades.

El mejor periodismo cultural es aquel que refleja las problemáticas globales de una época, satisface demandas sociales concretas e interpreta dinámicamente la creatividad potencial del hombre y la sociedad (en campos tan variados como las artes, las ideas, las letras, las creencias, etcétera), usando para ello a un bagaje de información, un tono, un estilo y un enfoque adecuado a la materia tratada y a las características del público a quienes está dirigido el medio.

Para editar, conducir, producir un medio cultural, se requiere primeramente respetar al lector y a uno mismo. Se trata de incrementar su nivel de vida en base a la información que le facilitemos, en base al supuesto buen gusto y a los juicios que le alcancemos; en suma: no publicar basura. Se requiere –entonces- periodistas que vivan una verdadera “vida cultural”, que sepan leer y escribir en ese nivel, con ese ánimo, que tengan visión, competencia, sentido común y cultura –si bien no una que sea vasta- por lo menos de aceptable nivel. Aunque parezca increíble –dado el paupérrimo nivel educativo vigente en el país- existen lectores que se ríen o se enojan por lo que se publica en las páginas culturales; son gente ajena a la crítica periodística, pero suficientemente buenos lectores como para señalar omisiones, erratas, etcétera, y eso hay que tenerlo en cuenta.
Otro asunto que nadie toma en serio –y hablamos de lectores con afanes de publicar sus escritos- es que el periodista se gana enemigos al rechazar o dejar de lado textos que carecen de la más mínima calidad. Uno se convierte en el malo de la película, a pesar que muchas veces nos tomamos el trabajo de corregir (rehacer) lo mal escrito. Así, se nos tilda de “argolleros”, facilistas, tijereteros, poseros y hasta hemos escuchado por ahí los clásicos: “¿y con qué criterio escoges lo que debe salir publicado?, ¿quién te ha dicho que tienes criterio…?”. Y es que todos, tirios y troyanos, buenos y mediocres, “cultos o antropológicamente incultos” quieren (se mueren por) publicar, por ver su nombre publicado.

Con las cosas así, el periodista cultural se constituye –entonces y por añadidura- un ser extraño, subterráneo y masoquista, a quien no le importa la marginalidad en que vive, el desprecio de los demás por su trabajo, la ausencia apabullante de lectores, y otras taras más propias de su trabajo insular. El periodista cultural de la ciudad se mueve entre la más absoluta indiferencia social –incluso al interior de su propio medio de comunicación- y disfruta enfermizamente de las entrevistas que hace, de la crítica que ejerce, de los poemas o relatos que publica y de los “descubrimientos” que cada cierto tiempo hace en una urbe cruel para el trabajador cultural, que no lo ve como el “antropólogo del día a día” que es, sino como el chismoso, aburrido y sobornablemente detestable ser que la mayoría de personas cree que es.

El periodista cultural vive cansado de que se le considere “relleno” entre las “verdaderas noticias, pepas o primicias” del día: la venta de drogas, el apuñalado, la guerra en Medio Oriente, el último escándalo del alcalde provincial, el alza de los pasajes interurbanos, el triste rol del gobierno regional, y el pésimo desempeño futbolístico del equipo que nos representa. Así, la cultura que dio origen en tiempos inmemoriales al periodismo, “vuelve a casa” por la puerta falsa, como noticia secundaria (gastronomía, viajes, horóscopo, sociales, espectáculos) y todo aquello que es en realidad la negación de lo culto y la apología de lo inesencial, superfluo y vano que todos, absolutamente todos los periodistas culturales responsables –masoquistas y viciosos- combatimos. Eso, estimado lectores (ya no los canso, ya termino), debe, tiene, es necesario, que cambie. Que cambie.

martes, 20 de marzo de 2012

Twitter, literatura, otras hierbas...

Augusto Rubio Acosta

Los días que han pasado escribí y publiqué algunas líneas en el novísimo diario que he aperturado en Tumblr, textos breves donde intento reflexionar sobre la vida cotidiana que al suscrito le toca y sorprende a diario, en la avenida, con esa ráfaga de amarillo sol que nubla, que ensimisma, que lo devuelve a uno al fervor que por años percibí en la plaza frente al mar de mi infancia, a esa ondulante delicia obscura que me ha dotado sobremanera de paz, de lluvia, también de desesperación… Los días que han pasado permanecí casi en silencio y escuché -sin oír- el sonido de la historia. Renuente a escribir más sobre César Vallejo y su cumpleaños ciento veinte (aunque parezca increíble, todo el mundo dijo acordarse del poeta de todos a partir que apareció el doodle a manera de homenaje), sobre la peculiar escena cultural de mi ciudad (dueña de gran potencial, el mismo que se disuelve en la desidia de sus propios impulsores, así como en los pleitos improductivos que constituyen el eje sobre el cual gira), decidí regresar al asfalto y a las palabras sencillas que muchas veces iluminan la vida, volver aquí a ests espacio que intenta volcar cada cierto tiempo reflexiones que sacuden el mundo en el cual sobrevivo (perdonen la tristeza).
La semana que pasó me pregunté, por ejemplo: ¿por qué se sataniza al tweet y se le margina de la literatura, si como herramienta de contacto con Internet propone una red de espacio de comunicación?, ¿por qué la educación peruana no le enseña a los jóvenes a estar a solas consigo mismos?, ¿por qué subsiste la idea romántica del escritor, la que lo condena a vivir atado a la precariedad propia y al desinterés ajeno?, ¿por qué se me pegado cierta canción que habla de copas que giran, luces de la aurora y sandalias planas?
Cambio radical de las relaciones entre los seres humanos, con más de 200 millones de usuarios (escasamente doscientos cincuenta mil peruanos, entre ellos) y alrededor de 65 millones de mensajes diarios, Twitter apuesta también como forma de creación literaria (ya son varios los autores que han dado el salto al libro impreso), como serie de microficciones, como revista dedicada a todas las formas de literatura breve (entre ellas a Twitter como género). El suscrito vive y siente en 140 caracteres, dobla ahí la página del día, escribe lo que le dicta el jardín de sus arterias.
Pero como todo exceso es dañino, en el mundo -obsesivamente interconectado- en que vivimos, es más fácil comunicarse con alguien del Polo Sur que hablar con cualquier vecino, llegando al extremo de que incluso lo más difícil es comunicarse con uno mismo. La soledad: aprendizaje, exigencia, valentía de los espíritus que apuntan a la excelencia, está rodeada de esa aura de pánico para la mayoría de los mortales que no aprecian (que no aman) el silencio, lo esencial, que detestan el ruido urbano, cotidiano, brutal, humano, peruano, chimbotano (perdonen otra vez la tristeza). En los días que corren, todo es fast food, malls, relaciones rápidas y conversaciones fugaces; la idea de estar con uno mismo es casi una idea revolucionaria que hace falta practicar. ¿Tú qué dices?
Copio y pego aquí –literalmente- un puñado de frases arrancadas a mi memoria: “No, Augusto, ¿qué es eso de que quieres ser escritor? Te vas a morir de hambre, ¿no te das cuenta? Adónde vas a llegar con esa porquería. Yo no voy a financiar aficiones improductivas, hijito; no señor, además: ¿qué shit sabes tú de creación artística? Pérate nomás, ahora mismo arrojo a la basura esa montaña de libros viejos que te ha lavado la cabeza…
Mi padre se equivocó largamente (triste su vida), se dejó llevar siempre por la idea del inveterado desvalimiento en que los escritores se mueven a su paso por la existencia, extrapoló la imagen clásica de un autor de ficciones a cualquier campo de la creación artística, sentenciando al suscrito a porfiar en la vida, a construir una existencia hecha de papel, de tinta...
Hablaba de la música, líneas arriba, una de las pocas artes que tiene la fuerte tendencia a quedarse en nuestra mente. Y es que las tonadas (intrusas o cordialmente invitadas) se introducen en nuestro pensamiento y suenan una y otra vez, en vértigo interminable, a manera de memoria involuntaria, estímulo multisensorial, frecuencia codificada y emocional que se aloja mejor (a veces para siempre) en la memoria, guardando información importante a través de las canciones. ¿Cómo zafarse?, quizá con una nueva canción que se nos llegue a pegar. Después de todo, cada uno da lo que recibe y luego recibe lo que da. Todo se transforma.

viernes, 16 de marzo de 2012

Vallejo: hombre libre, reivindicación y esperanza

Augusto Rubio Acosta

Lo conocimos cuando niños, en la biblioteca de Chimbote que lleva su nombre. Nadie nos presentó. Lo conocimos así, de golpe, y por alguna extraña -ahora incomprensible- razón, después de las primeras lecturas su nombre nos quedaría asociado a la miseria, a la literatura, a la enfermedad. Lo imaginábamos siempre (tras el consumo de los libros iniciales de un autor, éste se convierte en una especie de amigo lejano sumamente entrañable) viviendo a salto de mata en París, aquí y allá en buhardillas y pensiones míseras, despertando ante la luz del alba en algún refugio citadino o almorzando con los escasos fondos que le llegaban del Perú en virtud a sus colaboraciones periódicas. Lo imaginábamos siempre sobreviviendo, gracias a la buena voluntad de sus amigos y a través de pequeños préstamos con los cuales le era posible “comer piedrecitas” con tal de ampliar su vasto y humano mundo.
César Vallejo se acercó más a profundidad a nosotros, cuando la secundaria nos exigió pisar el acelerador académico porque en poco tiempo egresaríamos de ella para labrarnos un futuro. Con las lecturas, nos enteramos de cómo abandonó el Perú para siempre partiendo rumbo a Europa desde la dársena del Callao, cómo dejó atrás la incomprensión de los peruanos de su tiempo, la estimagtización de la cual fue objeto debido a su profundo compromiso humano y social, así como la cárcel y sus primeros libros, entre ellos “Trilce”, vanguardia de la poesía universal editada en los talleres de la Penitenciaría.
Hasta entonces, Vallejo había constituido para nosotros un misterio, una sombra deambulando por los ghettos, un personaje literario que nunca acabó de idealizar -en la ciudad donde vivía- países que iba entendiendo cada vez menos, un hombre que salía de una enfermedad para ingresar a otra, un ser triste, nervioso y fatigado en medio del frío del asfalto, bajo la lluvia incesante de Europa y de los andes, alargando una taza de café para prolongar el tiempo de lectura y la medianoche.
Fue al final del oncenio escolar, cuando Los heraldos negros (1918) y Trilce (1922) sacudirían nuestro mundo. Leídos en principio con curiosidad y ternura, encontramos en ellos –tras una nueva lectura, esta vez más analítica- una alianza íntima de audacia verbal, de sollozos y reclamos de un alma herida que visibilizaba un Perú desdibujado, oprimido e injusto. Nuestra vida nunca más fue la misma luego de leer a Vallejo, poeta que –en nuestra modesta mirada- nunca dejó de ser el niño y el muchacho que creció en Santiago de Chuco, pueblo andino a más de tres mil metros de altura.
Leer a Vallejo representó desde entonces encontrarse detenido frente al campanario de los pueblos olvidados, escuchando las historias del sacerdote ciego y los murmullos del aire que bajan de las montañas. Leer a Vallejo fue percibir el olor del maíz que ingresa a las casas del campo al amanecer, el olor del pan serrano, ver amarillarse los árboles a espera de la caída de sus hojas, escuchar el canto de los pájaros, el vocingleo de los vecinos quechuahablantes, sentir también la espada de Damocles que pende sobre el cuello de quienes han sufrido persecución, cárcel, un proceso judicial equívoco y doloroso.
El poeta vio siempre su prisión en Trujillo como el momento más grave de su vida. La celda era otra cárcel en la cárcel donde todo sumaba el mismo número. “No hay sitio como una celda para criar los nervios y aherrojar el corazón”, llegó a escribir. Su lecho era desvencijado; el guardián: un pobre viejo sin escrúpulos que chantajeaba a los presos para hacer sentir su autoridad irrisoria. En esos días opacos de miseria, frío y desesperanza, las imágenes de infancia, de la madre y de su familia persiguieron a Vallejo dejándole caer todo el peso del infortunio. Sin embargo, fueron esos los días en que el poeta se alzó por encima de la desgracia y forjó lo mejor de su grandeza literaria; en medio de esa soledad absoluta, César Vallejo Mendoza reivindicó su condición de hombre libre en todo el sentido de la palabra y escribió “Trilce”, su obra maestra e inmortal. Enorme e imprescindible ejemplo para los peruanos y sobre todo para quienes a pesar de encontrarse con la navaja amenazando la aorta, abren siempre la ancha puerta en la casa de la esperanza.
No sé cuántos ni quiénes hayan podido acompañar (hasta esta intensidad y altura) la lectura de estas líneas. El hecho es que hoy, a propósito de los 120 años del natalicio de César Vallejo, quisimos remitirnos a los cerros retratados en sus libros, a los mineros tristes y explotados, al sentido puro de la amistad, a la incorruptible inocencia y a la capacidad para sortear las contingencias económicas, el sufrimiento humano, la melancolía y la oscuridad mediante la literatura.
César Vallejo se reconcilia en el alma y en el corazón de su patria cuando abrimos sus libros y les damos lectura. Él representaba emblemáticamente el alma mestiza peruana y latinoamericana que prefiere la marginación dolorosa a la humillación de la servidumbre. Pasaba por aquí para decir algunas cosas sobre el poeta de todos, para hablar de su ejemplo; lamentablemente, casi siempre, me termino extendiendo. Muchas gracias.

viernes, 9 de marzo de 2012

Todos juntos con Vallejo


Escucha Google Inc., este 16 de marzo queremos ver este doodle conmemorando los 120 años del natalicio de César Vallejo, el poeta del pueblo, el poeta de todos!!

jueves, 8 de marzo de 2012

El bar, la plaza, la literatura y la vida

Augusto Rubio Acosta

El café y los bares, espacios donde generalmente se habla a media voz o a gritos estentóreos para poder oír a nuestros interlocutores, lugares adonde muchos acudimos simplemente a contemplar el ir y venir de las gentes de la ciudad, a capturar los sonidos de la calle y a sintonizar con esa especie de “universo creativo” por donde transitan personajes “normales y extraordinarios”, han permanecido tradicionalmente relacionados -en el imaginario de mucha gente, incluso de la cultura popular- con la creación literaria, la tertulia, la bohemia, el alcoholismo.

El bar, sin duda el confesionario más democrático de los existentes, le sirve al escritor para realizar apuntes (escritos o mentales), para recolectar aforismos, crónicas, vivencias, miradas, fotografías (mitad realidad y mitad ficción), “mundos” surgidos de la soledad personal y de la observación de la soledad ajena, aunque haya ido acompañado a compartir un pisco, un chilcano, una de esas pócimas frozen “marca Perú” para combatir la apabullante asfixia del verano (cruel), de la vida.

El escritor, en su condición de caminante de bares y aprenhendedor de realidades y mundos, lleva siempre un cuaderno (o una laptop, con los tiempos 2.0 que corren) donde anotar lo que observa. Pero el estar solo y observar la soledad de los otros no siempre alcanza. El ir y venir de los mozos, el vocingleo de los vecinos de mesa, la ondulante naturaleza de los toldos publicitarios que protegen del sol a quienes prefieren un bar con mesas ubicadas sobre la vereda (en la calle, en la plaza), la música que vomitan los parlantes, y hasta las primeras palabras que se intercambien con nuestro interlocutor, cambian muchas veces la perspectiva del “viaje”, de los apuntes, de los tweets y de la tarde-noche, la conversa misma, la existencia.

¿Es posible arreglar el mundo desde una mesa de bar frente a la plaza?, ¿cómo desenredar el día que otros enredan desde una barra o desde sus prostitutos cargos públicos?, ¿cómo shit prolongar el tiempo en ese aposento de sosiego donde se cruzan vivencias de calle, sexo, arte, ciencia, política, literatura, amor, música, vida?

El ser humano es una minúscula réplica del mundo, qué duda cabe, y en un bar (como en cualquier lugar) pueden habitar todos los bares (y todos los mundos). En “Crimen y castigo”, de Dostoiewski (para solo poner un ejemplo), por los bares de San Petersburgo transitan “gentes mal vestidas”, en ellos -en sus ambientes cerrados, oscuros y mal ventilados- se refugian los proletarios así como gente de mal vivir, anidan ahí las víctimas del sistema social de las cuales el autor intenta resaltar el sentido fatalista de su destino. Y así, en general, la función simbólica de los bares y cantinas en la literatura es constituir una especie de ‘locus amenus’ para los marginales dentro de una urbe en crecimiento o decadencia, refugio confortable y de consuelo donde no se haya el común de los ciudadanos, sino en muchos casos gente vulgar, prostitutas y criminales, también escritores. Al interior del discurso literario, entonces, los bares y las cantinas asumen funciones concretas.

Para el suscrito, el bar es la frontera social invisible donde se gesta y realiza la voz poética. En un bar frente a la plaza los maleficios se vuelven sonrisa incipiente o abierta, las lisuras y procacidades adquieren la categoría de “palabras mayores”, los amores (y poetas) muertos resucitan o sucumben, puede curarse uno de las ojeras, se puede leer un libro (fotocopiado) y estar en paz con los hombres (con los editores ídem) y en guerra con nuestras entrañas. En un bar se puede adquirir la sed ausente y la predisposición de hacer añicos los secretos, se puede escuchar -en el tocadisco de la tarde- la naturaleza y el “eco” de la vida. Y sin embargo, si se desconoce aún la forma –y el método eficaz en el jardín de nuestras arterias- se puede también aprender a soñar.