miércoles, 8 de febrero de 2012

De estupidez y política

Augusto Rubio Acosta

Musa bastante insólita para los intelectuales, la estupidez no ha dejado de inspirar a la gente a lo largo de los siglos. Sin embargo, hay quienes ostentan una sorprendente recurrencia en la misma, una especie de empeño, empoderamiento y hasta lucimiento personal alrededor de ella, lo que bien podría llevarnos a pensar y a colegir que los estúpidos en la sociedad en que vivimos son mayoría.
Platón hace decir a Simónides en el Protágoras, que “en efecto, la de los imbéciles es una familia muy numerosa”. Al respecto, San Agustín tampoco se calla: “los imbéciles, idiotas y lerdos, constituyen la absoluta mayoría de los hombres”. A su turno, Descartes coincide con ellos al señalar que: “pocas veces tenemos ocasión de tratar con personas completamente razonables”; sin embargo, Marcel Proust matiza, no sin poner los puntos sobre las íes: “cada vez que alguien mira las cosas de un modo poco distinto, las cuatro cuartas partes de la gente no ve ni jota de lo que se les muestra”.
La necedad y falta de inteligencia en la enorme mayoría de nuestra clase política ha hecho que su labor como guía de organizaciones estatales y de conductor de gobiernos en la lucha contra la erradicación de la pobreza –por ejemplo- sea un fracaso; que la promoción de iniciativas como el intercambio de conocimientos entre grupos sociales, para la definición e implementación de los derechos económicos, sociales y culturales, haya terminado de igual forma; para nadie es un secreto que la búsqueda de proyectos de desarrollo centrados en la dignidad de las personas, haya terminado en la nadería, en la más absoluta indiferencia.
Estupidez y política van de la mano -entonces- y nadie puede negarlo. El impulso y promoción de los derechos económicos, sociales y culturales juegan un papel crucial en la lucha contra la pobreza, de ahí que varios programas de desarrollo estén basados en la inclusión social y el respeto a los mismos, con el objetivo de que la población en riesgo pueda convertirse en ciudadanía activa, algo que quisiéramos ver de manera floreciente en estas tierras.
Es preciso anotar que hay quienes piensan que lo más terrible de la imbecilidad es que ésta puede parecerse a la más profunda sabiduría. Lo señalado trae a colación el anodino discurso de muchos de los integrantes de nuestra fauna política al ser abordados diariamente por la prensa, al salir a disertar a las calles y plazas, y sus continuas recurrencias en la sabiduría popular, la misma que -como es natural- tiene muy poco de sabiduría y es más bien el fruto de una repetición de algo que no siempre tiene su origen en la inteligencia. Las falacias de los políticos, sus variados argumentos para explicar por qué vivimos cómo vivimos, por qué nuestra ciudad es altamente insegura, por qué vivimos históricamente postergados, y un largo etecé de problemas sin solución a la vista que ellos conocen de memoria, redunda en una estupidez que es democrática, universal y que no se refleja en el espejo.
Las preguntas se desprenden a esta altura del texto por sí solas: ¿cómo podemos deducir a la hora del sufragio si tal o cual candidato es estúpido o por lo menos lo es en potencia?, ¿cómo se reconoce a un político estúpido o quién encaja perfectamente con el adjetivo?
El estúpido es sobre todo alguien que no piensa en lo que dice, que no detecta las a veces sutiles diferencias entre las cosas, que está completamente satisfecho consigo mismo y que finalmente es presuntuoso y hace gala de una vanidad estratosférica. Pero ahora que recuerdo, el estúpido es sobremanera alguien que ignora su condición y que considera estúpidos a los que dicen o hacen algo que no les complace. Tremendo detalle.
Habrá que filosofar –largo y tendido- sobre quién es quién en la vida política, social y cultural del país. Queda abierto entonces este quien sabe insípido debate.

1 comentario:

  1. Y la vida se pasa y el caos se va acumulando hasta que reviente!

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