sábado, 3 de septiembre de 2011

Escribir en casa ajena

Hace cuatro años publiqué un libro de poemas, en uno de los cuales se leen estos versos: “Puesto que escribo en una lengua / que aprendí, / tengo que despertar / cuando los otros duermen”. Más adelante, en el mismo poema, se reitera la misma idea con otras palabras: “Escribo antes que amanezca, / cuando soy casi el único despierto / y puedo equivocarme / en una lengua que aprendí”.
Mi editor me habló por teléfono para cuestionarme la pertinencia de la frase: “en una lengua que aprendí”.
Todas las lenguas se aprenden, me dijo, también la de uno. Quedé perplejo y por un momento pensé que tenía razón. En efecto, también la lengua materna se aprende. Sin embargo, algo me decía que la frase de mi poema no era del todo arbitraria. Si es innegable que también la lengua materna se aprende, no se aprende del mismo modo en que se aprenden las otras. Para empezar, junto con la lengua materna se aprende el lenguaje mismo, y ese aprendizaje espectacular, el de mayor trascendencia en la vida de un ser humano, sólo ocurre una vez. Las otras lenguas que se aprenden son necesariamente posteriores a esta primera y fundamental adquisición, y aunque se aprendan en edad temprana, son lenguas nacidas a la sombra de la primera lengua y guardarán frente a ésta un grado subordinado, porque se aprendieron después de la adquisición del lenguaje. ¿Y en verdad se aprende a hablar? En un sentido estricto sí, tal como aprendemos a pararnos sobre nuestros pies y a caminar, pero nunca le he oído decir a una madre que su hijo está aprendiendo a caminar. Una madre dirá: “Ya empieza a caminar”, y más a menudo: “Ya camina”, aunque el niño necesite todavía que lo sostengan. A los ojos de una madre, el hecho de que su niño sienta la necesidad de ponerse de pie, significa que ya va a caminar, y lo de menos son los días o las semanas que tarde en conseguirlo. Con el lenguaje sucede lo mismo. A los ojos de su madre, el niño no está “aprendiendo” a hablar, sino que “ya empezó” a hablar y, más a menudo, “ya habla”, aunque diga tan sólo dos palabras. Por lo tanto, de acuerdo con la sabiduría materna, “rompemos” a hablar a partir de cierto momento de nuestro desarrollo, pero no “aprendemos” a hacerlo.
El post le pertenece a Fabio Morábito, en su versión completa está aquí: Revista Ñ.

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