lunes, 29 de agosto de 2011

El aniquilador de libros

Desde hace varios meses guardábamos este breve testimonio de Róger Antón sobre su vida libresca, autor chimbotano al que entrevistamos hace un par de años en cierto bar de la ciudad y donde nos contó de su ópera prima: "Historia libresca de un ladrón". Bibliofrénico como el suscrito, las líneas que a continuación siguen hablan de esa pasión irrenunciable por los buenos libros, por la buena lectura:

"Desde muy temprana edad he pasado mis días entre libros. No me arrepiento, pero a cierta altura de mi existencia textos de toda clase habían invadido ya muchas veces no solo más allá de los estantes, sino las habitaciones y compartimientos varios, y qué duda cabe incluso los enseres de las diferentes casas donde tuve la suerte o el infortunio de vivir, y hasta mi propia vida, pues se habían posesionado de ella como si tal cosa, así no habrá amigo real o contertulio certero que no me recuerde con uno bajo el brazo, leyendo otro, comentando un tercero, o incluso recibiendo de mis propias manos un texto como muestra de afecto.
Todo ello me hace recordar el primer libro que amé como propio, un ejemplar de Santillana que nunca más he vuelto a ver desde que desapareció de mi haber y que con los años aún sigo buscando, en él habían historias, leyendas y adivinanzas; colorido e impreso en papel lustroso, me lo había regalado mi madre, siempre aficionada a la lectura, la poesía y también a los libros, sobre todo a las diferentes ediciones de la Biblia cristiana, mientras me enseñaba a leer. Llevaba ese ejemplar a todas partes y con ella releía la leyenda del hombre que volaba, de los hermanos dispares que vivían en la selva, y la historia del viejito corazón de manzana, un anciano de chaqueta a cuadros, que recorría cualquier mañana una calle céntrica con su talega llena de esos frutos, luego de devorar una con su bastón a cada cierta distancia hacía un agujero y lanzaba allí los restos de una poma, los transeúntes lo tildaban de díscolo y lo menospreciaban, hasta que un día desapareció, al tiempo crecieron hermosos manzanos y dieron frutos, así que todo aquel poblador que pasaba por ese lugar tomaba una y recordaba al viejito corazón de manzana.
Y ahora el dilema, ¿cómo desaparecer quinientos kilos de papel en libros, revistas y recortes periodísticos de toda laya? Allí están los que compré y recuerdo exactamente el momento, esos otros que no advierto dónde los obtuve, unos que no sé en qué circunstancias aparecieron y se resistieron, siempre escondidos entre los otros, a ser mutilados, quemados o desaparecidos. Ni qué decir tiene lo relacionado a los ejemplares dobles o triples, en diferentes ediciones, incluso los editados por uno mismo, firmados, autobiografiados, los de consulta, y aquellos textos repetidos pero con añadidos, pie de páginas y otro aliciente, que uno ha conseguido con ese afán de retener el conocimiento vanamente, pues solo en la lectura o la relectura está el deleite y la posibilidad.
Quiero pensar que he aprendido algo acerca de la valía de los libros, habiendo sido en primera instancia aficionado a ellos, luego librero –a mucha honra–, editor y finalmente escritor. Hay textos de diferentes épocas, los de aquella primera etapa, nunca serán los de mi período de editor, ni siquiera se asemejan a los de la experiencia de escritor. La manía sigue creciendo en uno y ya por instinto, no hay pueblo que se visite donde uno no husmee sus librerías, así he hecho amistad con muchos libreros, que ya me ofrecen novedades a tan solo verme. Esa relación amical con los viejos expendedores de varios pueblos, con los que he conversado horas de horas de mi vida, departiendo usanzas sobre ediciones, incunables, historias, sueños y aspiraciones, es una experiencia impostergable. Debo mucho a los libreros, ellos me enseñaron también a elegir aquellos imprescindibles, buenos libros, los que uno no debe dejar de leer antes de morir, y a acertar con uno solo que valga cincuenta de los otros, lo cual no es tarea fácil, pues tiene uno que tener la experiencia, el ojo avizor, y saber sopesar muchas circunstancias además del valor y la valía, el precio y el crédito, pues uno también puede equivocarse sin percatarse de un desliz descomunal, dado que cada texto siempre tiene mérito dependiendo para qué se utilice o con que fin se adentre en sus páginas.
Muchos son los escritores coleccionistas que tienen en su haber ya no cientos sino miles de libros. Yo mismo he logrado ver en alguna grabación las bibliotecas de Sabato, Borges y Bioy Casares por solo mencionar a tres argentinos, pero ninguna como la biblioteca del Convento de San Francisco en Lima, que guarda más de 25 000 volúmenes, desde el siglo XV. Así llegué a pensar que la consigna de todo buen escritor debería de ser: pocos pero buenos libros. De todos los escritores quien desbordó los límites de la imaginación bibliófila fue Bhagwan Shree Rajneesh, más conocido como Osho, el maestro espiritual indio que se definía como místico, tenía no solo una serie de libros escritos, sino muchas mujeres, un promedio de noventa Rolls Royce, millones de dólares en joyas y una hermosa biblioteca personal compuesta de ciento cincuenta mil libros singulares. Decía tener una casa dentro de una biblioteca pero en tal afirmación no había sino la vanagloria de tenerlos acaso sin poder disfrutarlos, precisamente como quien posee un harén sin poder tener a todas sus mujeres, una vana ilusión, aún con la diferencia.
Seleccionar libros es una suerte de empezar nuevamente, un renacer. Quizá por la semejanza me separé amorosamente tantas veces, así no hay novia real que no me relacione con un libro ya sea una antigüedad o un best seller. En ellos están los que me regalaron, aquellos que compré por la emoción, acaso por la lectura rauda de una sola página, algún descubrimiento que se vio reflejado después en el éxito internacional del escritor. Abundan las antologías que se adquirió porque rescataba a un solo autor, un único cuento de tantos consignados, el ensayo de interés momentáneo, y todos aquellos que se fueron recopilando como provenientes de una vida prehistórica y que uno guardaba con cariño, un afecto desmedido que se aspiraba a que nadie los toque porque ahí de seguro estaba el secreto del genio.
Recuerdo la biblioteca de Don Ignacio Quezada, uno de los sastres más conocidos del puerto de Chimbote que pocos años después del boom de la pesca, cuando yo era niño, tenía un taller de reparaciones y composturas de prendas, frente al Mercado Modelo, donde trabajaba mi madre como diseñadora; ahora al cabo de muchos años estoy seguro que esa biblioteca suya con cristales solo existió para que yo husmeara con manos ávidas aquellas ediciones, pues sus varios hijos ni siquiera sabían de la existencia de los títulos, ahí revisé por primera vez esa colección ya perdida de losDocumentales del Perú, y literalmente viajaba por mi país merced a esos tomos.
Ese ejemplar infantil a todo color que me regaló mi madre, también me despertó a la literatura, tal vez lo presté o fue destruido, en su momento recuerdo haberlo reparado de manera muy cuidadosa, pero no sé cómo un día desapareció de mi vida, y como todo lo valioso que se pierde en la existencia, ese texto cuenta entre esas carencias irreparables. Solo quizás en la búsqueda de ese primer deleite esté el secreto de mi escritura, el hecho de haberme dado con decenas, centenares, miles de obras de toda índole en mi devenir, y hoy al cabo de algunos años –ayudado de mi buen amigo Feliciano–, al menos un gran número de libros dejaré en las bancas de cualquier parque del centro de la ciudad de Lima, como quien deja un corazón de manzana.
No se me culpará, alguna vez regalé unos cuantos a una universidad de mi pueblo natal, pero al volver a él, frecuenté la casa de estudios, busqué en los ficheros de su única biblioteca y no los encontré, así que como el clérigo Pero Pérez y el maese Nocilás, barbero y amigo de don Alonso Quijano, en El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha me he dado esta mañana a seleccionar los textos que debo retener y esos otros que debo echar a la hoguera del olvido, ahí se van los que alguna vez me entusiasmaron, y a pesar de que sé que no se debe prestar o regalar un libro rayado o subrayado, con apuntes al borde, estos ya no son conmigo. Ha habido una suerte de divorcio irreconciliable, esa literatura prescindible por la cual uno tiene que pasar irremediablemente en el transcurso de la vida. Hombre que no cambia de coches, mujeres, joyas y libros será un hombre rutinario. Y como el cura de la Mancha me digo: “Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento”, sintiéndome qué duda cabe –siguiendo la recomendación del buen conocedor que es mi amigo Feliciano Centeno–, y con razón, un aniquilador de libros. Gracias, Feliciano".

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