viernes, 8 de julio de 2011

El escritor y sus lectores

En los últimos tiempos al suscrito le ha asaltado la idea de que quién sabe lo que uno tanto se esmera es imaginar, investigar, escribir, pulir y después publicar, quizá no sea tan importante para los lectores comunes y corrientes (dejo a un lado a la crítica). Lo digo porque ha ocurrido que finalmente lo que más me he esforzado en escribir y que considero más logrado en materia literaria ha sido poco o nada acogido por esa enorme masa de lectores que son quienes deciden con qué se quedan y constituyen nuestra más aguda crítica y hasta verdugo existencial. Para el suscrito la obra que se forja en la soledad no es más que un manojo de ideas a compartir que sólo se completan cuando otra persona las lee. Y en contraposición a ello, a lo largo del siglo veinte materiales escriturales como cartas, diarios íntimos, sueños, notas de trabajo, etcétera –todo aquello que se guisa y sazona en la cocina del escritor–, han adquirido cada vez mayor prestigio literario en detrimento de los propios libros.

Ejemplos de lo que señalo líneas arriba hay muchos. A Flaubert le ha pasado que su correspondencia ha sido considerada por sus lectores por encima de sus novelas, quienes consideran que el mejor Flaubert no está en Madame Bovary, sino en las cartas a su amante o a sus amigos. Numerosos poetas, desde Coleridge hasta Mallarmé, se quedarían pasmados de saber que a los académicos les interesan, en la posteridad, más los borradores de sus poemas que los poemas mismos. El propio Kafka no habría podido predecir el valor de su Diario o de las cartas intercambiadas con sus desdichadas novias. Podríamos seguir enumerando autores y casos similares: Hemingway, Celine (la lista es interminable)...

En tiempos en que la edición de libros se realiza también a través de "mecenazgos ciudadanos" (sistema que ya han empleado algunos autores de ficción: una suscripción permite el acceso a la novela en formato digital en modo de entregas por capítulos hasta que el libro salga en papel en los meses siguientes, momento en el que los suscriptores podrán recogerlo en la presentación oficial), el suscrito se pregunta hasta dónde va a pesar cada vez más el rol del usuario, del lector, del consumidor de libros y sobre todo del editor (preocupado más por materiales de la vida privada del escritor que de su producción literaria, todo ello en aras del negocio, de las ventas). En tiempos en que el hombre necesita más de la cultura es cuando más debemos reflexionar si somos una sociedad o si nos comportamos como depredadores de nosotros mismos. Está bien que leamos de todo pero tengamos en cuenta que la literatura responde a una tradición, y el buen lector termina inequívocamente por apreciarla.

Para el suscrito, la ambición literaria continúa siendo la misma. Nos obstinamos en establecer categorías en literatura, en el arte en general y eso cae en el simplismo. Podemos apreciar el texto de una balada de The Beatles o el de una obra de Shakespeare (con sus cartas, manuscritos, notas de trabajo y poemitas o canciones al paso). Los formatos son diferentes, pero lo importante es si estas obras son capaces de apelar -con el paso del tiempo- al corazón de los hombres. El escritor y sus lectores se presuponen, no pueden existir el uno sin el otro, se complementan. Son un inseparable binomio intelectual. Quien escribe lee su tiempo, quien lee escribe mentalmente su mundo.

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