sábado, 15 de diciembre de 2007

No dejemos que los colores de Pancho se apaguen

Réquiem por el pintor del pueblo

Teófilo Villacorta Cahuide

Ahora no es Margoth Palomino, sino el poeta Jorge Luis Roncal quien nos comunica la trágica noticia de que Pancho ya no está más en el Rebagliati. “Dejó de existir debido a la penosa enfermedad que padecía, y luego de permanecer en su domicilio de Ñaña será conducido a la Casona de San Marcos para continuar con el velatorio”. El viernes 7, ese lustroso ataúd que recibirá las últimas ardorosas pinceladas de sus camaradas, será llevado al panteón de Huachipa”.
Ese mismo día, como se había programado con anterioridad, inauguramos una muestra con la Asociación de Artistas de las Bellas Artes por los 101 años de Chimbote, y ¿cómo dejar pasar por alto la perdida de un gran artista del Perú profundo? En la inauguración, rendimos homenaje a ese hombre que fue creado con la magia de la Selva impenetrable y amparado por el color de los Andes, a los que pintó insaciablemente, al igual que al obrero insurrecto que se levantaba por encima de los vapores deletéreos de la burguesía limeña. “Pancho pintó el Perú”, diríamos en pocas palabras. Ese Perú atosigado por la convulsión social y el abuso desmedido del poder, donde no sólo pese a la marginación, enfiló sus pinceles como clara censura a la injusticia, sino que con la lucidez de su palabra, escribió sus más rotundos versos.
Fue en esas circunstancias que conocí a Pancho hace más de 20 años, cuando llegó a Huaraz con Bruno Portuguez. Aquella vez recorrimos la comunidad de Vicos, y lo vi meterse en el alma de cada poblador, buscando con la soltura de su dibujo la expresión más candente de una raza, no por marginada, sino por incólume y reivindicativa.
Yo estaba concluyendo mis estudios en Bellas Artes y la lección del maestro, formado en el corazón intencional de la pobreza, fue el aroma que despertó la avidez de continuar el tortuoso sendero para reorientar el rumbo de nuestra historia, orinada por la tiranía mayor de turno aún a costa de nuestra propia vida, como lo hizo él hasta el final, sin dejarse seducir por la vida cómoda de esas anacrónicas bailarinas de ballet que en el Congreso montan la ridiculez de un cerebro carente de intelecto.
Luego de aquel encuentro inaugural, tuve la osadía de buscarlo en su taller en Lima, exactamente en el jirón Lampa. Por razones emocionales había confundido el número, y me dirigí instintivamente a una de esas casonas viejas a punto de caerse, frente a la iglesia de San Francisco. “El único Francisco que conozco es la iglesia que está al frente”, me dijo un hombre calvo sentado en un viejo diván con la camisa abierta. Lo recuerdo bien, porque fue la primera vez en mi vida que subí a una de esas milenarias casas de madera añosa.
En ese momento de confusión tuve que recurrir al número telefónico de Anita Izquierdo, el que Pancho me había dado por precaución. Tener un aparato móvil era un lujo por aquel entonces, además a él esas “cojudeces” no le hubiese gustado usar. De modo que la voz diligente Anita sirvió para orientarme hacia lugar exacto, inclusive con la hora precisa del maestro.
Y así tuve que trasladarme hasta el otro extremo del mismo jirón Lampa. Cuando llegué al lugar, frente a un edificio amplio y de concreto, como previa comunicación telepática, Pancho llegaba en ese preciso momento levantándome la mano desde la otra acera, cruzando la calzada con mucha agilidad sin dejar de sonreír, envuelto en esa bufanda roja que flameaba como una curtida bandera socialista. Entramos a un pasadizo semioscuro y luego al taller, donde cuadros inmensos con el fresco olor a trementina, pendían de la pared.
Era fascinante ver a Pancho intentando zambullirme en esa pasión frenética por pintar lo nuestro. Campesinos y mineros de la sierra, obreros desposeídos, niños de sonrisa luminosa, migrantes de rostros angustiados, desfilaban en sus telas como una perdurable ceremonia ancestral. Hasta ahora conservo unos fragmentos de nórdex que me regaló para pintar, y cumpliendo con el mandato del maestro, en ellos plasmé unos campesinos ancashinos.
Una de las últimas oportunidades en que tuve un reencuentro con Pancho fue hace como cinco años atrás. Fue a raíz de un Encuentro de Escritores y Artistas en Huarmey, donde le rendíamos un justo homenaje con una muestra de pintura.
Aquella vez tuve la audacia de alojarlo en mi humilde casa, en un cuarto contiguo a mi taller, pudiéndole brindar un lugar más amplio y acogedor como el hotel donde se alojaba Maynor Freyre, quien también era uno de los invitados importantes. Pero la emoción de tener cerca a un gran amigo, no sólo porque venía precedida de la fama de su padre -el creador del famoso cuento “El Bagrecito”- sino por que era un pintor dotado de una gran luminosidad para transmitir sus sabias enseñanzas, por tanto no había que desaprovechar la oportunidad, y porque además pensaba que el olor a trementina que brotaba de mi taller lo haría sentirse como en su propia casa.
A las 6 de la mañana, cuando la fresca luz atravesaba el vidrio de la ventana, Pancho se sentaba al borde la cama, y con su tablero inseparable cual legendario escudo romano, afilado lápiz y cartulina a disposición, emprendía la lucha cotidiana de dar forma a su imaginación, sustentada en la absoluta realidad. Una hora más tarde, a través de la puerta semiabierta, lo sorprendía con algún dibujo casi concluido.
El día del evento, Pancho además de participar del homenaje, debería exponer algunas obras, así que como un buen cebiche preparado al instante con los peces salidos del mar, debería culminar unos dibujos al carbón para la muestra que se inauguraba esa misma noche, (obras recién salidas de las mágicas manos del artista).
La expectativa del evento había sido transmitida por algunos medios locales. Huarmey se preparaba para tan magno evento. Por la tarde fuimos a degustar un suculento jugoso de tramboyo en una picantería donde Pancho quedó prendado de la excelente sapidez del potaje. La hora del evento se acercaba, y como suele suceder en estos casos, la desidia de algunos comisionados para montar la muestra fue perfectamente advertida por Pancho; pero con el apoyo de Maynor, compañero de infatigables jornadas culturales, decidieron realizar el montaje.
Esa imagen de Pancho trasladando mis cuadros junto a Maynor, desde mi taller ubicado en una tortuosa calle de Huarmey, se quedó en mis retinas, y mi corazón absorbió la inmensa sencillez de un artista que cuando de asistir al hermano se trata, no cabía distinción ni pose alguna. Pancho aún contaba con el entusiasmo y la vivacidad de aquel jovencito turbulento, de aquellos años en que con su gran amigo Javier Heraud viajara a Rusia a nutrirse de aquella ideología imperante en la clase social mas desposeída, o como cuando en el mítico Bar Palermo se entregaba a las tertulias interminables con el genial Víctor Humareda.
A pesar de la edad, eran años lozanos los que lo mantenían firme, con toda la lucidez de su creación plástica. Aunque ya le fallara la audición, era el maestro que todos queríamos ver, el hombre con esa inmensa sensibilidad a prueba de balas. Y no como ahora, perdurable sólo en la imaginación consciente de quienes sentimos la misma vibración del alma del auténtico artista que fue. Por eso desde aquí, lanzo mi ardiente proclama, y digo: ¡”No dejemos que los colores de Pancho Izquierdo se apaguen, carajo!...

1 comentario:

  1. Para esto lea Francisco Izquierdo Lópes, pintor de los peruanos comunes....enhttp://promociondelasaludyotrasmixturas.blogspot.com/:

    saludos.

    ResponderBorrar

only write