miércoles, 19 de diciembre de 2007

Give me the power

Dame dame dame dame todo el power
para que te demos en la madre
Gimme gimme gimme gimme todo el poder
so I can come around to joder…

Molotov

Augusto Rubio Acosta

Yo no se quién le habrá dicho o pasado el libro donde ha leído que no todas las personas feministas son mujeres, que algunos hombres tienen (ella dijo tenemos) condiciones para convertirse en líderes y tomar posición dentro del “movimiento” y que había que actuar, o sea criticar, rajar, socavar, minar abiertamente las relaciones históricamente “retrógradas“ en las que vivieron papá, mamá y los abuelos, tristemente motivados por la experiencia femenina. Yo no sé qué diría mi abuela si se levantara de su tumba en el pabellón San Fernando -allá en el Divino- y la viera, pero creo que no andaría en el plan de cuestionar la relación sexo-podersocial-político-económico, y hasta le daría un par de cachetadas a quienes osen remover lo irremovible. El hecho es que ella me ha venido con ese rollo insufrible ya hace buen tiempo y, puta, me jode, me arde y me llega que –aparte de ampliar la biblioteca con títulos feministas y autores light- ande difuminando a diestra y siniestra la desigualdad en que viven las últimas chimbotanas de la avenida Gálvez, La Balanza, Tres de Octubre, Buenos Aires y todo Pardo-Pepao-Colegio-Golfo Pérsico-David Dasso.

“Vamos a acabar con el patriarcado, con ese absurdo histórico en que consiste la subordinación de las mujeres a través de los sistemas políticos, legales, religiosos y sociales…”, me dijo un día después de botar la bolsa de basura, por la ventana que da hacia la calle. Que el feminismo cultural, el ecofeminismo, que el feminismo liberal, radical, separatista, filosófico y hasta crítico… La vaina es que de a pocos –y me da pena decirlo- como que me he estado acostumbrando a sus vainas (léase reuniones) en casa con las “Tristanes“, especie de Floras postmodernas y trasnochadas, que suelen enfrascarse en tertulias y diálogos (Queirolos de por medio) sino insoportables quizá impensables para un sujeto triste como yo acostumbrado a jatear rico hasta las siete y treinta, a leer incluso a Sartre de mañana, y antes de ducharme tender la cama (porque es la norma del que se levanta al último) antes de salir para el bendito periódico.
Todo –a decir verdad- no hubiera pasado de la anécdota, si es que no la hubiera descubierto hace poco e in situ, en plena aula de la universidad donde enseña, “derramando lisura” a quemarropa y en plena clase de teoría literaria, “porque yo no sólo voy a enseñar literatura, también debo hacer labor docente…”. Así, una tarde-noche en que redacté temprano mis notas periodísticas, salí a la calle, le enseñé mi carnet al vigilante de la entrada, subí hasta el cuarto piso del edificio donde labora y sin querer escuché su voz -cuando estaba en las últimas gradas de la escalera- dirigiéndose a una mancha de hembritas del quinto ciclo y a par de tipos que yo no sé qué rayos hacían en una clase como esa: “Nosotras (las feministas) hemos producido muchos avances en la sociedad occidental y tenemos derecho desde hace mucho al sufragio, al empleo igualitario, al derecho de pedir el divorcio, de controlar nuestros propios cuerpos y decisiones médicas (incluyendo el aborto). Nosotras debemos sacudirnos del lavado de cerebro (con shampú extra liso) que nos dieron nuestras madres y de la publicidad, la religión, la propaganda... Nosotras (que nos queremos tanto) podemos decidir si le damos la teta o no a nuestros párvulos, novios, enamorados o esposos, podemos llegar a puestos de elección, a controlar el país, nuestras casas, el mundo... Por eso: ¡ni Dios, ni patrón, ni marido…!”.
Habráse visto. Ipso facto quise entrar a esa aula, patear la puerta y decirle a sus angelitos sobre las carpetas que ella no era la Flora Tristán de El Progreso ni nada por el estilo, que el conocimiento desarrollado a través de siglos por mujeres con conciencia feminista fue truncado una y otra vez, y que aquellas que reclamaban la subordinación o que se comportaban fuera de los esquemas asignados a su género, eran y fueron siempre marginalizadas. Habráse visto… Lo que se imponía a continuación –obviously- eran medidas radicales: empecé por quemar los cuatro tomos de Una vindicación de los derechos de la mujer, los ensayos de Mary Wollstonecraft (la maldita esa debía estar detrás de todo), doné a la Biblioteca Municipal “César Vallejo” la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, (un libro antiguo y anticuado, pero que para algo debía servir -o sea me puse a pensar en los estudiantes-), cachinié los Tratados de la Primera Ola y la Segunda Ola (biblias del “movimiento”), también la Historia de la Teoría Feminista (libro nuevo de 2005) y cambié por dos baldes de plástico, un portacucharas y nueve pollos bebé la Declaración de Séneca y la biografía de Angela Davis, más los periódicos ésos llamados La voz de la Mujer que le llegaban de Buenos Aires.
¿Y tú eres feminista radical o anarco feminista?... pregunté –desprevenido y con cierto aire- apenas llegó a casa. “Marxista, papito, feminista marxista en teoría, pero radical en la práctica…”. Chucha, -pensé- a la hora en que uno la viene a saborear. Mientras, imaginaba a mi abuelo Marcelino Acosta y lo que hubiera dicho en su fundo de Virú y ante sus peones, con semejante respuesta. Lo único que se me ocurrió fue sacarla a dar una vuelta around here “a que le dé el aire”, a que se me ponga más relax y a sorber por una cañita los cóctel de algarrobina de un viejo y vasco restaurant de la ciudad. Así, mientras me hablaba del matriarcado “compensatorio”, de la “segunda ola” y de la deplorable presencia paterna como “el mayor problema de la humanidad”, me sugirió entre líneas participar de la primera marcha anarco feminista de Chimbote, que ya estaba ad portas de plasmarse “en aras de la libertad individual, la identidad femenina y en rechazo a la naturaleza autoritaria de ciertas instituciones como el podrido Estado Peruano y el capitalismo opresor”. “Yo sé que tú nos vas a apoyar, Gucho, anda Guchito, yo sé que te llegará al rechópin que te jodan tus patas de La Industria y la mitad de la ciudad por insertarte en el movimiento; piensa, volverás a gritar y a patear (como antes en la barra sur), aprovecharás tu sangre joven (like the song) y hasta podrías gomearte a unos cuantos polis que de seguro formarán una barrera cuando pretendamos tomar la comuna y sacar por la fuerza al chancho desilustrado que la desadministra.

Quise decirle -con mirada triste- que yo no funkaba para esas cosas, que está bien todo ese rollo de igualdad pero que se diera cuenta qué es lo que la rodeaba, que el resto era pura foto, pura pose, teoría decimonónica y pura demagogia, que de aquí a media hora las “Tristanes” se irían a su house a cumplir sus deberes de esposa, de mujer y de amante (porque ya es tarde -mira el reloj- y si no las suenan). Puta, quise decir tantas cosas, se me había subido el trago, creo, y ya estaba medio out, pero la verdad es que también me acordé de mi madre y de las mujeres que me han antecedido. De mi abuela, por ejemplo, que no sabía nada del 8 de marzo y esa onda media punk en que se ha enfrascado ahora esta niña, quien pretende ser una especie de Valerie Solanas postfenómeno de El Niño, fotocopiando el Manifiesto de la Organización para el Exterminio del Hombre para repartirlo en la marcha a las chibolas universitarias que de seguro saldrán (cintura descubierta) con su pancartita en la mano y una banderola larga, larga como su represión históricamente conocida.
“Ah, y no es que me llegue altamente el que la mujer promedio perciba el 30% menos del salario que percibe un hombre, que las cuatro (gatas) o representantes en el parlamento no suenen ni truenen en materia legislativa, y que las mujeres de mi país se pasen más tiempo en casa con los niños que el tiempo que pasamos los hombres, pero a la franca qué rayos se puede hacer: nada... Tú querrás cambiar el mundo, ¿pero y el resto?...”. Estaba en eso, pensando decir que ella la más machista de todas (porque le gustaban los machos) cuando se puso a llorar. Fue un momento terrible, un llanto casi silencioso, largo e histórico. Me dijo que ésta vez no intentaría pagar la cuenta, que en adelante ni siquiera haría la finta o el ademán de coger su cartera a la hora en que Dallas –el mosaico- se acerque con su cara insensible de “ya voa` a cerrar”. Nos fuimos caminando, el malecón permitía una vista espléndida y había un tipo orinando en uno de los arcos. Quise seguir hablando pero mi garganta no vomitó ruido alguno. Ocho de marzo, ocho de marzo, ¿qué día cae ocho de marzo? –pensé- intentando hacer coincidir la fecha con mi día libre en el periódico. Recordé camino a casa las depresiones de mamá, el empastillamiento de varias tías cercanas y la alienación de mis vecinas acostumbradas a la oficina mientras sus desempleados esposos se adaptan a la fuerza a tender la ropa en la azotea, a sazonar sus cebichitos monses con las fórmulas de Don Cucho y a llevar-traer a la chibolada del cole “porque no hay pa` la movilidá”… Quise decir muchas cosas, hablar de la actitud de propiedad de los hombres para con ellas, pero pensé que si decía algo podría sonar imbécil. Nos fuimos despacio, como quien no quiere llegar a ningún lugar. ¿Te gusta Molotov? –me dijo-, prefiero a otras bandas –respondí-, y ella me llevó a comprar discos, a chequear las letras de canciones desconocidas y a buscar entre el “hueso” alguna lectura interesante. Yo no sé quién le habrá dicho o dónde habrá leído que no todos los seres humanos feministas son mujeres, que hay gente con condiciones en el sexo fuerte y que a veces sólo basta con escuchar un disco, tararear una canción y escribir una crónica sobre el poder, sabe Dios con qué objetivo vedado. Chiquita, sólo por curiosidad periodística (tú sabes, hay que cubrir)… ¿cuándo es la marcha, ah?...

* Tomado de Mundo cachina (Río Santa Editores, 2007)

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