lunes, 24 de diciembre de 2007

Conversa con Jhon Updike

Extracto de una entrevista de Eduardo Lago al dos veces ganador del Premio Pulitzer

El novelista norteamericano John Updike (Shillington, Pensilvania, 1932) es un gigante en un país en el que no faltan gigantes literarios. Algunos de ellos son J. D. Salinger, Norman Mailer, Philip Roth, Toni Morrison, Gore Vidal o Joyce Carol Oates. Sólo esta última podría jactarse de ser tan prolífica como él. Por lo que a versatilidad se refiere, John Updike no le va a la zaga a ninguno. Afincado en Nueva Inglaterra, el perfil de John Updike como escritor reúne todas las características desaconsejadas por la Biblia del multiculturalismo: Es blanco, varón, heterosexual, anglosajón y protestante. Ello no ha impedido que se haya hecho acreedor a un respeto universal. Una novelista tan exigente y tan alejada de su estética como Margaret Atwood, decana de las letras canadienses, ha dicho de él: "Ningún escritor norteamericano ha escrito tantas obras de tanta calidad durante tanto tiempo". Autor de más de medio centenar de libros, su fértil imaginación lo ha llevado a explorar todos los géneros: teatro, poesía, cuento, novela, ensayo, autobiografía, obras para niños; casi ningún tema le es ajeno. Cuando publicó un libro sobre golf, un crítico aseveró: "Se puede escribir sobre deportes como el baloncesto o el béisbol y hacer que resulte entretenido, pero escribir sobre golf y conseguir que el lector se apasione, es algo que sólo está al alcance de John Updike".

¿Qué siente John Updike cuando está delante de las estanterías que albergan el más de medio centenar de títulos que ha publicado a lo largo de su vida?
Los primeros años, cuando sólo había seis o siete libros, me llenaba de satisfacción contemplarlos. Ahora es distinto. A veces pienso que quizá debiera haber escrito menos y entonces no puedo evitar sentir cierta repugnancia, como si fuera un elefante delante de una montaña de excremento.

Hábleme de su casa, de los lugares donde ha vivido, de su vida cotidiana...
Nací en un pueblecito de Pensilvania, donde transcurrió la primera parte de mi vida, hasta que fui a la Universidad de Harvard, en Nueva Inglaterra. Más adelante pasé una temporada en Londres, estudiando arte, y luego viví unos años en Nueva York. Mis primeras tres o cuatro novelas las escribí en Pensilvania, pero hay algo en Nueva Inglaterra que me sedujo desde la primera vez que puse un pie aquí: las pequeñas poblaciones, la gente, el paisaje, las ciénagas, el aire impregnado de salitre, el ambiente cargado de misterio... Desde hace 25 años vivo en las afueras de Beverly, una población costera del Estado de Massachusetts. Me encanta Nueva Inglaterra, soy muy feliz aquí, es un buen lugar para un escritor. La nómina de autores ilustres que han vivido en esta zona es muy extensa. Melville, Hawthorne y Emerson son algunos de ellos. Vivo con mi segunda esposa, Martha, en una casa de madera pintada de blanco, con unas vistas espléndidas del Atlántico. Trabajo en un ala de la casa, un conjunto de cuatro habitaciones que en tiempos fueron los cuartos de la servidumbre. Martha y yo no dejamos de decir que la casa es excesivamente grande para dos personas, pero la idea de una mudanza nos aterra, por los libros sobre todo. Llevo una vida muy sencilla, con un horario muy rígido que he mantenido siempre: me levanto muy temprano y me encierro a escribir hasta la hora del almuerzo. Desde el principio de mi carrera he procurado vivir de la escritura. Jamás he ejercido ningún otro oficio, ni siquiera la enseñanza, como hacen tantos escritores. Así que no tengo ninguna excusa, estoy condenado a escribir.

En medio de la soledad del proceso creativo, ¿hay momentos en los que su ficción se abre al lado más oscuro de las cosas?
Ciertamente, algunas de mis narraciones se adentran en el lado oscuro de la existencia. Son incursiones en las tinieblas que se ciernen sobre la isla de luz que es la vida, pero cuando estoy entregado en cuerpo y alma al acto de escribir, aunque el asunto sea trágico, siento un placer físico. Cuando estoy en pleno acto creativo y voy encontrando una a una las palabras que expresan lo que deseo decir, se apodera de mí una suerte de éxtasis.

A lo largo de medio siglo de dedicación a la literatura profesional nunca ha tenido agente y siempre ha mantenido una fidelidad absoluta a su editorial, a la revista 'The New Yorker' y a la persona que revisa sus manuscritos antes de su publicación...
No tengo nada contra los agentes literarios, conozco a muchos que son excelentes personas y buenos profesionales. Cuando empecé no era necesario tener agente, hoy la cosa ha cambiado bastante, pero sobre todo no me gusta que nadie interfiera con la intimidad del proceso creativo. No quiero que nadie opine desde fuera acerca de la dirección que debe seguir mi obra. Las lealtades de las que usted habla se forjaron al principio mismo de mi carrera. Lo primero que publiqué en mi vida apareció en la revista The New Yorker. Tenía 22 años y desde entonces nunca he dejado de colaborar con ellos. Mi primer libro fue una colección de poesía. Lo saqué en Harper porque era la editorial de muchos colaboradores de The New Yorker, pero mi siguiente libro, una novela, se lo ofrecí a Alfred A. Knopf, y desde entonces no he publicado nada con ninguna otra editorial. Una cosa que me gustaba era lo bien que hacían los libros. Tenían belleza visual. Me gustaba mucho la manera de ser de Alfred. Era un editor a la antigua usanza, mucho mayor que yo, pero me encantaba. Tenía garra, chispa y se preocupaba mucho por sus autores.

¿Cómo es la dinámica de trabajo entre usted y su editora? ¿Interviene mucho en sus manuscritos?
Judith lleva editando mis libros desde que publiqué mi segunda novela, Corre, Conejo, en 1960. Es una mujer de inteligencia muy rápida. No consulto gran cosa con ella hasta tener la novela bastante acabada. Entonces lee el manuscrito, y si tiene cosas que decir, las consulta conmigo, y si me parecen válidas, las incorporo. Básicamente me apoya y me alienta, cosa que yo necesito.

Usted ha escrito de todo: cuento, novela, poesía, ensayo, autobiografía, libros para niños, incluso una obra de teatro. ¿Qué le ha llevado a ser tan polifacético?
No hay nada comparable a la sensación de tener dentro un poema que puja por salir, cosa que no pasa siempre, por supuesto. He publicado seis o siete volúmenes de poesía, pero no tengo grandes pretensiones como poeta. Con los cuentos es distinto, un cuento es algo rápido e intenso, como tomar una instantánea de la realidad. Desde el punto de vista creativo, el relato no exige tanta inventiva como la novela, no implica la creación de un mundo completo. La crítica y el ensayo son un aspecto muy importante de mi actividad como escritor. Empecé hace muchos años, y entre otras cosas, es una manera de mantener viva mi presencia en The New Yorker. Es un ejercicio saludable, me obliga a leer libros que de otro modo no leería, y me mantiene en forma como lector.

¿Qué escritores le interesan?
Los de mi generación sobre todo. Por supuesto, leo todo tipo de escritores, algunos mucho más jóvenes que yo, pero me siento parte de una generación, aunque podamos ser muy distintos. Creo que el hecho de haber venido al mundo más o menos a la vez nos confiere una cierta unidad de visión. Aunque es algo más joven que nosotros, Don DeLillo me parece un novelista admirable. Su obra tiene una perspectiva política de la que yo carezco. Entre los maestros del relato breve, el más grande para mí es John Cheever. Fue un poco mi padre literario y le echo terriblemente de menos. Era un hombre atormentado, con un humor muy ácido y una agilidad mental extraordinaria. Entre las escritoras destacaría a Anne Tyler, excelente novelista, sólida, muy sutil, con una obra extensa.

¿Cómo definiría su estilo?
Cuando empecé a escribir me influyó el nouveau roman. Por eso mi primera novela, que publiqué a los 27 años, era bastante experimental, pero mi estilo, por el que mis lectores me reconocen, es esencialmente realista. Aunque en algunas novelas me he apartado de mi modo de hacer fundamental, siempre vuelvo a mis raíces e intento darle al lector un pedazo de la realidad. Creo que fue Nathalie Sarraute quien dijo que el sustrato que hace que todo se mueva es la realidad. La realidad está en la base de nuestros deseos, de nuestros pensamientos, de nuestros recuerdos, y los novelistas no somos sino comentaristas de la realidad. Decimos lo que en ella hay de maravilloso o de terrible o de misterioso. En ningún lugar me siento más cómodo que instalado en la realidad, cerca de la gente normal. Es de ellos acerca de quienes escribo, acerca de la clase media, ni los más ricos y privilegiados, ni los más pobres, sino el ciudadano medio, los hombres y mujeres que tratan de sobrevivir día a día en la lucha diaria que es la vida cotidiana.

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